De la serie: Los jueves, paella
Leía ayer en ABC la información de la condena a los gorrillas sevillanos cordobeses juzgados por homicidio. Quince años a cada uno. Puede parecer poco, pero a la vista de que, según los hechos probados, la víctima fue muerta en caliente, la condena no está mal. El juez ha elogiado la fundamentación que el jurado ha hecho de su veredicto, fundamentación en la que se ha apoyado para atizarles duro a los dos acusados.
Pero el juez hace algo más en la sentencia: se sorprende de que la mafia esta de los gorrillas actúe con la impunidad con que se está moviendo.
Esto de los gorrillas parece que es crónico también en otra ciudad, en Sevilla, cuando menos en algunas zonas. Uno aparca el coche y, seguidamente, aparece un hijo de puta de estos exigiendo una determinada cantidad de dinero para que al coche no le pase nada. Huelga decir que si no se abona esta cantidad, al coche le pasa algo: abolladuras, pinchazos, parabrisas rotos o cualquier otro tipo de desperfecto costoso y encabronante.
En muchos lugares de España -Barcelona, entre ellos- existe otra específica especie de gorrillas: los vigilantes de las obras. Las víctimas, los contratistas, que tienen que pagar esa particular tasa la cual ya no se valora, como en el caso de los gorrillas sevillanos, en un par de euros sino en unos cuantos centenares, acaso miles, dependiendo de la entidad de la obra y de la duración del chantaje. Y ya se sabe: si no se paga, pasan cosas y de las obras desaparece material, maquinaria o de producen, asimismo, desperfectos.
Y todo esto, como muy bien dice el juez sevillano cordobés -presidente de la Sección Tercera de la Audiencia Provincial- es inaudito e intolerable.
Los ciudadanos estamos habituados y resignados a la acción de las mafias. De las mafias grandes, quiero decir. Por poner un ejemplo, con la que está cayendo, pese a que se han suicidado dos o tres -y ninguno de aquí, faltaría más- no ha ingresado nadie en prisión en prácticamente ningún país del mundo. Se ha producido la mayor estafa registrada en la Historia, una estafa global, una estafa a toda la población mundial, que se dice pronto, y nadie ha ido a prisión. Y no hablo de otros ejemplos clamorosos de mafia, ilustrísimos entre la ciudadanía desde hace unos pocos años, por aquello de los pleitos, pero a buen… pocas.
Bueno, vivimos con ello y vamos tirando. Hay minorías que no se resignan y luchan contra esas grandes mafias. Minorías entre los jueces y fiscales, entre las ONG, entre entidades del tejido asociativo… cada país tiene su paladín para cada causa; y esas minorías llevan adelante su lucha en condiciones durísimas -a veces hasta hay muertos- mientras la población común los aplaude en la misma medida que, en realidad, los abandona a su suerte. Más allá del aplauso, no llega la solidaridad… Así que hemos cotidianizado a las mafias, a las grandes mafias, y las soportamos como una lacra más, como las guerras en Oriente Medio o las hambrunas en África, como algo tan fatal e inevitable como el mal tiempo, sobre todo mientras no nos den por el culo a nosotros o nos lo den con tanta vaselina que ni nos enteremos.
Pero lo que es encabronante del todo es la pequeña mafia, el hijo de puta de menor cuantía, un vulgar pringado que se permite el lujo de vivir del chantaje ante el total pasotismo de la autoridad, que se escuda en el eterno y recurrente entran por una puerta y salen por la otra pero que, siendo cierto, olvidan que tantas veces salgan, tantas veces tendrían que volver a entrar. El policía no tiene derecho al abandono de sus obligaciones, por más que la ley limite mucho sus posibilidades (lo cual también es verdad, todo hay que decirlo y clamar por su remedio) y tiene que ser incansable en la persecución; si alguien se tiene que cansar, en todo caso, es el delincuente; y el delincuente acaba cansándose, que no me vengan con cuentos. Todo ello por no hablar de la nada remota posibilidad de que el policía, debidamente incentivado, mire para otro lado o sea incluso el inductor de la práctica. Que esto también pasa.
Estos problemas se solucionan cesando fulminantemente a un jefe de policía y expedientando a dos o tres funcionarios pour encourager les autres. Dos o tres funcionarios con un par de años de vacaciones sin sueldo y ya verás tú si se acaba con los gorrillas o no se acaba con los gorrillas. Y con los vigilantes de las obras.
Porque si no se pone coto a estas cosas, muchos cabrones van a creerse -con cierta razón- que todo el monte es orégano y antes de que nos demos cuenta, tenemos completamente mexicanizado a todo el puto país. Y cuando los gorrillas y los vigilantes (más otras especialidades que puedan ir surgiendo: la imaginación, para estas cosas, es fértil) sean un tumor crónico en cincuenta capitales de provincia y en cien poblaciones más con la entidad suficiente como para que el negocio lo sea.
Y entonces erradícalo, guapo.
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El temporal de viento del fin de semana pasado la lió parda en Catalnya y muy especialmente en Barcelona y su área metropolitana. Especialmente doloroso, además, por la muerte de los cuatro niños de Sant Boi, que eso sí que es tremendo: sólo un padre puede aproximarse -apenas aproximarse- a lo que están sufriendo los de esos chicos; y, aunque más en segundo plano porque lo suyo tiene remedio, no es manco tampoco el trauma de los supervivientes con lesiones que déjalas correr después de haberse visto enterrados bajo una montaña de piedras que previamente les habían caído encima desde varios metros de altura.
Previamente, una señora había muerto también el día anterior -creo- al venírsele encima una tapia, desmoronada también por la fuerza del viento. Y unos días después, me parece que fue anteayer, todavía hubo que lamentar otro muerto. Y después de lamentar tantísima desgracia, los inventarios de los daños materiales parecen inacabables y gravísimos. Para redondear, el inevitable apagón que tuvo sin luz a más de cien mil personas en toda Catalunya, muchas de ellas viviendo en lugares donde la falta de electricidad causa problemas que van mucho más allá de la falta de comodidades y que, en determinadas circunstancias, pueden ser verdaderamente preocupantes. Todavía hoy mismo, cuatro mil personas están sin luz, y la gran ventolera fue el sábado pasado.
Pero el debate quedó servido al mismísimo día siguiente: ¿fallaron los servicios, sistemas y protocolos de emergencia?
Vamos a ver: mis bravos, y sobre todo mis bravos de jueves, saben que soy poco dado a la fácil conformidad y que siempre estoy presto a la bronca y al cagontó. Sin embargo, en esta ocasión, no veo que haya fallado, al menos de modo importante, servicio alguno ni sistema de alerta, como no sea la simple capacidad de reflexión de los ciudadanos comunes.
Desde por lo menos dos días antes, todos los partes meteorológicos de prensa, radio y televisión, estuvieron advirtiendo de que en Catalunya y sobre todo en su área litoral, los vientos podrían alcanzar velocidades de hasta 120 km/h. Lo dijeron hasta la saciedad plúmbea y que nadie me lo discuta, porque yo lo leí, vi y oí.
Yo no sé qué se creerá la gente que es un viento de 120 km/h, pero es un viento fortísimo, una verdadera animalada de viento. Con muy pocos nudos más (un nudo es una milla náutica por hora, 1,8 km/h) ya no se habla de viento sino de huracán y lo cierto es que con o sin pretendida exageración, esta palabra llegó a pronunciarse dos días antes del vendaval.
Cuando el sábado por la mañana encendí el ordenador y vi que el METAR del aeropuerto señalaba un viento del oeste de 64 nudos, di orden tajante a toda mi familia para que nadie se moviera de casa, cosa que se cumplió a rajatabla hasta la tarde, cuando la intensidad del viento había descendido muchísimo -aún manteniéndose en unos nada ridículos 23 nudos- y lo peor del temporal, al decir de los diversos servicios meteorológicos, había pasado.
Es posible que haya habido defectos y pequeños fallos en el complejo sistema de avisos y de emergencias; así lo ha reconocido el propio president Montilla y, después de todo, no hay sistema humano perfecto; también es verdad que la desidia municipal por no aplicar mano dura a los imbéciles de mierda que se empeñan en mantener macetas colgadas de los balcones («no se caen, están muy bien sujetas», te dicen los muy cabrones analfabetos) o a las comunidades de propietarios que tienen fachadas y terrados a la última pregunta incrementa innecesariamente el peligro. Bien, hay que pulir esos fallos y empezar a repartir multas cuantiosísimas entre los hijoputas de los geranios y de las fachadas. Pero, esto aparte, lo cierto es que los fallos no fueron escandalosos, no fueron garrafales. Incluso en la desgracia de los niños, no está nada claro que la construcción del pabellón que se hundió fuera propiamente defectuosa, aún se está investigando y discutiendo sobre el asunto.
El verdadero problema está en que la gente -siento decirlo, pero es así- es absolutamente gilipollas. No es casual que los que nos gobiernan sean una pandilla de pollinos, si tenemos en cuenta la calidad intelectual de un muy sensible porcentaje de los votantes que los pone ahí.
La gente abandona en manos de los poderes públicos hasta su propia supervivencia. La gente cree tener derecho a vivir rodeada de la seguridad total, de la inmunidad más absoluta, de la invulnerabilidad total. Y no. Porque aunque lo dijeran -que no lo dicen- la Constitución, las leyes y las ordenanzas municipales, lo cierto es que la naturaleza, como el inolvidable cabo Maroño de «La casa de la Troya», se ríe de la Constitución, de las ordenanzas y de ustedes.
Ahora, centenares de expertos en métodos y sistemas, muchos de ellos de esos que no serían capaces de encontrar ni la puerta de salida del retrete, van a ponerse a mirar con lupa la organización de los servicios de meteorología, de bomberos, de policía y de un largo etcétera buscando defectos -que sí, encontrarán minucias, desde luego- donde no los hay, cuando menos de consideración.
Lo que hace falta, como siempre, es pedagogía, meter en el ladrillesco cerebro de buena parte de la ciudadanía que por más que Zap se gaste pastizaras en especializar a no sé cuántas compañías pseudomilitares en lo del pico y la pala, la protección civil empieza por uno mismo y que un simple cambio de planes, un simple no salir de casa, un simple tener en cuenta que cuando la naturaleza se cabrea es peligrosa de verdad y que sí, que un vientecito puede matar, es algo que salva vidas.
¡Más reflexión y menos molicie estúpida, coño!
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Hay cosas que me asustan. Que me asustan de verdad, no lo digo por simple retórica.
Ayer, el Tribunal Supremo sentenció el asunto de la Educación para la Ciudadanía. Por un muy importante margen de 22 votos a favor y 7 en contra, decidió que el Gobierno era competente para incluir esa asignatura en los programas de estudio, que eso no iba contra ley ni derecho fundamental alguno y que, por tanto, la asignatura en cuestión no es objetable en conciencia como no lo es ninguna otra materia curricular. Tras hacer la interesante salvedad de que lo que sí puede ser impugnado son los contenidos, cuando éstos no cumplan con las leyes o no respeten derechos fundamentales de los ciudadanos, dejó la cuestión zanjada. Punto redondo.
Ahora, los perjudiciarios de la sentencia en cuestión (sentencia, por cierto, cuyo literal no se publicará hasta dentro de un mes, según parece) dicen que no están de acuerdo y que impugnarán la sentencia ante el Tribunal Constitucional. Otros van incluso algo más allá y dicen que si el TC no les diera la razón, irían al Tribunal de Derechos Humaos de Estrasburgo, acogiéndose, entre otras posibilidades jurídicas, a los precedentes que en no sé qué ocasión sentaron Turquía y Suecia. Me parece muy bien. Lo digo sin el menor sarcasmo: pese a que no estoy de acuerdo con que el Tribunal Constitucional se haya convertido en una simple instancia más -yo hubiera considerado Constitucional al propio Tribunal Supremo y ya está- y no puedo estarlo, por lo mismo, en que se haga lo propio con la Corte de Estrasburgo, me parece muy bien -sigo sin el menor sarcasmo- que esas personas ejerzan sus derechos hasta los límites mismos de la ley. Y si llegaran a ganar -lo que no me gustaría, todo sea dicho- bien ganado estará. Todo lo que se haga dentro de la ley está bien hecho, aunque políticamente sea objetable, como creo que lo es en este caso.
Pero esto no es lo que me preocupa, no es lo que me asusta.
Lo que me asusta son algunas reacciones primarias. Recoge una o dos de muestra Ignacio Escolar, pero un vistazo a los comentarios en «Libertad Digital», en «ABC», en «El Confidencial Digital» y en tantos otros medios de la derecha, en este y en otros temas, nos permite ver, junto con la constatación de las audiencias de la COPE en horas losanteras, que esa ira, esos instintos bajos desatados, están extendidísimos. Lo están en todo el arco ideológico, ojo, no son patrimonio exclusivo de la derecha: los comentarios en medios como «Público» o «El Plural» son igualmente vomitivos, si bien gozan -ahora, coyunturalmente- de la muy relativa -y escasa- moderación de que la -ejem- izquierda está en el poder. Cuando mandaba Aznar, la situación era inversa, pero, en lo demás, exactamente igual.
Esa ira brutal, desencadenada, que no va específicamente destinada a Zap I «El Prorrogao», aunque lo parezca, porque semejante inquina acompañó a Felipe González -y no digamos a Alfonso Guerra- en los creo recordar que trece años que estuvieron ahí, por lo menos, el primero. Esa ira brutal, desencadenada, que procedente del lado contrario, no iría hoy específicamente destinada a un Rajoy, a una Aguirre o a un Gallardón -cualquiera de ellos que acierte a encabezar un gobierno popular- porque tal inquina acompañó también a Aznar en sus ocho años de Gobierno.
Una ira descerebrada, además, porque no se basa en razones más o menos estructuradas: es simplemente, el institnto más bajo, liberado sin escrúpulos. ¿Y sabéis lo que es más grave? Pues que la liberación de ese instinto no se ampara en el tan cacareado anonimato de Internet, sino que se ampara en uno más clásico, igual e eficaz y mucho más peligroso: el anonimato de la masa. Y este, ojo, no se queda en la red: baja a la calle. Y de ahí… bueno, en fin…
Tanta cagarela y tanta mierda con la memoria histórica que se han inventado esos mangantes, en perjuicio incluso de la fama y el prestigio de los propios compañeros de partido que hicieron la transición, y resulta que la memoria histórica, la verdadera, la que va sin cursivas, la que debiera servir para que una guerra civil no se olvide en clave de que jamás vuelva a reproducirse, resulta que esa no existe. Y tenemos a parte de la sociedad encaramada en un estado permanente de guerra civil. Y no me digáis que es una parte de la sociedad minoritaria: cuando el follón estalla, es la minoría más violenta la que toma el mando, la que forma patrullas del amanecer, la que reparte paseos y terror a diestro y siniestro. En ambos bandos.
He aquí vuestra obra. Imbéciles.
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Y con estos tres desagradables temas le damos carpetazo al mes de enero. El próximo jueves será 5 de febrero, en la semana de la Candelaria que se celebra el día 2, fiesta de la luz, por aquello de la purificación -que es lo que se celebra cristiana y machistamente- pero que viene al pelo porque el sol asoma ya su naricita por el paralelo y parece que quiera anunciar ya la primavera -a la que le faltará aún mes y medio- con una mayor notoriedad en el crecimiento de las horas de luz solar (o sea, no es que el ritmo de aumento de las horas de luz aumente a su vez, es que nos da a nosotros esa impresión al irse prolongando la tarde y amanecer más pronto).
Aún queda invierno, pues para rato, al menos, astronómicamente. Climatológicamente, veremos. Cuando menos, en Barcelona, ha habido tal invierno, cosa rara, lo cual ya es de agradecer.
Nos vamos viendo, queridos…