De la serie: Rugidos
Nunca fue tan patente -más allá del cataclismo mismo- el fracaso de un sistema o de una manera de interpretarlo. Fíjate qué alegórico: multitudes en la calle y la casta encastillada en un [llamado] Parlamento en el que [según se dice y ya nadie se cree] está representada la ciudadanía. Las élites corruptas se parapetan tras las vallas y tras los cuerpos simiescos de centenares de antidisturbios; el recinto que aloja el edificio del que fue arsenal de la fortaleza ominosa vuelve a serlo: arsenal desde el que se dispara contra el ciudadano, fortaleza ominosa en las que se refugian los corruptos no de la violencia de las multitudes -no hay tal- sino de las voces, insoportables en toda su razón, que los llaman traidores, vendidos… ¿Cómo se define una situación en la que los presuntos representantes del pueblo se aislan y llaman a sus mercenarios para que los defiendan de ese mismo pueblo?
Este es el espectáculo -impagable, en toda su crudeza- que puede verse hoy, ahora, en Barcelona, en riguroso directo, pero cubierto por una tecnología –«dichosa tecnología, con lo bien que estábamos con esos periódicos y esas televisiones tan corrompidos como nosotros mismos… o más», dirán- que lo hace asequible -en tiempo real- a todo el mundo.
Ninguna foto de las que gustan hacerse inaugurando cualquier chuminada o meando colonia con cualquier enano con pasaporte foráneo es tan ilustrativa como esa exhibición que ellos mismos están haciendo.
Escribiendo, de paso, su propia acta de acusación.