Archivo mensual: agosto 2007

Muertos por un tubo

Hace por estas fechas diez años que murió Diana Spencer, la que otrora fuera princesa consorte de Gales y futura reina consorte de Inglaterra, Escocia y etcétera, hasta su separación, o divorcio o no sé qué, de Su Alteza Real el que fuera hasta entonces su marido. Es lamentable, como lo es toda muerte de un ser humano y, por añadidura, de una persona cuya edad y presumible salud permitían vaticinar una larga vida por delante, de no mediar trágicamente el accidente que puso anticipado y súbito punto final.

Que esa defunción levantara cierta espectación es comprensible: se trataba de una persona de gran relevancia pública; que hubiera especulaciones sobre las causas de su muerte -habida cuenta de que era amante de un musulmán y esa relación, de llegar a tener descendencia, hubiera podido poner en un brete a la Corona británica- puede también entenderse, aunque ya forzando bastante la máquina. No sorprende -aunque asquea- que, diez años después, se siga mareando la perdiz y fantaseando con conspiranoias diversas, cuando montones de investigaciones rigurosas han establecido que no hubo ni conspiración, ni atentado, ni historias, sino, simplemente, un trastazo producido como consecuencia de circular a una velocidad espeluznante dentro de un túnel urbano y conduciendo un señor cuyas condiciones etílicas ofrecian, cuando menos, dudas; y, además, pudieron añadir algo de stress a la situación los paparazzi que seguían al coche con todo tipo de vehículos, pero ni siquiera ese posible stress constituyó materia suficiente como para acusar de la catástrofe a esos profesionales.

La demasía, en todo caso, viene dada por el aburrimiento analfabeto que da lugar al interés por esa señora. Una vez difunta y, a su vez y previamente, una vez claro que ya no sería reina consorte de Inglaterra y etcétera -aún manteniendo, hasta su propia muerte, la posibilidad de ser algún día algo así como «reina madre»-, no entiendo qué podía despertar en el público salvo una meridiana indiferencia; no lo entiendo, claro, hasta que veo un «tomate» o una «salsa rosa» y constato que cualquier impresentable es capaz de despertar el interés de una audiencia abotargada.

Lo cierto es que la señora Spencer era una dama tan resultona como plana, una niñata discotequera, superficial y frívola, que fue, eso sí, cumplidora de la misión para la que fue elegida: parir hijos para la Corona. Muy bien asesorada, se envolvió de un falso glamour que, tras su «desprincesamiento», reorientó hacia la causa de los pobres y paseó sus modelitos de alta costura por todo el mundo subdesarrollado redimiendo a no se sabe qué hambrientos, preparándose la imagen para los días gozosos -aunque también previsiblemente complicados y quizá litigiosos- en que pasara a ser la madre de un Rey de Inglaterra y etcétera. Pero un exceso de velocidad y se jodió el invento.

Ahora, su frustrado suegro anda por ahí clamando por asesinatos, pretendiendo que todo fue obra de los servicios secretos británicos asustados ante la posibilidad -verdaderamente escalofriante- de que un musulmán entrara en el palacio de Buckingham como marido de la madre del Rey. Sin embargo, no veo a los servicios secretos británicos limando los frenos o la dirección de un coche, cosa que constituiría una perfecta chapuza que no resistiría análisis, y menos en un trastazo acontecido en Francia, cuando hubiera resultado tan fácil y tan plausible cargarse finamente a una señora que volaba muchísimas horas al año y que se paseaba por países llenos de gente con machete rápido y fusil certero.

La muerte de doña Diana fue lamentable, ya digo, pero ni el mundo, ni la Historia, ni la Gran Bretaña perdieron gran cosa.

Es crudo, pero es así.

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Murió también Francisco Umbral, seudónimo de Francisco Pérez Martínez, escritor autodidacta (y no autodidacto, como algunos botaratos y/o botaratas han escrito en algunos medios creyéndose adalides de no sé qué estúpido concepto de igualdad en materia de sexo), académico frustrado (quisiera yo pensar que por el único hecho de una mejor candidatura, que aplaudo, en José Luis Sampedro y no por el hecho de que Umbral no fuera universitario o que tuviera un nivel de titulación escolar muy bajo) y escritor de éxito, éxito en el que yo nunca tuve nada que ver.

La verdad es que nunca he podido sufrir los libros de Umbral y creo que no he llegado, ya no a terminar, sino siquiera a avanzar demasiado en ninguno de ellos. Pero esto debe entenderse como un demérito muy relativo, puesto que a mí no me gusta la literatura -como género y en general- y, por tanto, soy mal degustador y peor crítico. En cambio, y haciendo abstracción de sus ideas, me encantaba Umbral como columnista, me gustaba su mala leche -daba la impresión derramarla a cántaros en todos los aspectos de su vida- y me gusta cómo la expresaba en corto. Por lo demás, hablar de sus ideas es hablar de algo errático: desde una izquierda bastante extrema hasta un liberalismo sector neocon. Hombre, todos evolucionamos, claro está: siempre he pensado que refregarle a una persona madura las ideas que tuvo de joven es una canallada, aunque una canallada relativa porque siempre cabe pagarle al canalla con la misma moneda (y si no se puede, peor para el canalla: indica a las claras su electroencefalograma plano). Pero la evolución de Umbral no vino desde joven, aunque no me parece que estuviera inspirada en la mala fe o en la conveniencia del sinvergüenza: simplemente, me parece consecuencia de la falta de una estructura intelectual sólida. De todas formas, esto podría constituir, lo reconozco, una afirmación imprudente al referirla a alguien a quien no he conocido nunca personalmente. Con todo, alguna vez sí que se le ha pillado en algún flagrante desatino, como cuando plagió a la inversa unas atrocidades que se referían a un bando de la guerra civil y él, en los mismos términos y circunstancias, los colocó con toda su jeta en el bando contrario.

Estos días se ha recordado el numerito que le montó a la Milà en un ya antiguo programa de tele, en las épocas en que a esa señora todavía se la podía llamar «periodista» (mejor o peor, pero se podía) y aún no ganaba la muchísima pasta que ha ganado con la inmundicia de «Gran Hermano» ni desbarraba declarando el mucho placer que sentía cagándose en el mar (literalmente, no a modo de la tradicional exclamación hispánica). Gracias a YouTube, hemos podido refrescar la memoria y echar unas risas revisando el incidente y, precisamente, a cuenta de esa revisión yo también me he reformulado la opinión que tenía del mismo.

Algunos medios de comunicación -desde luego, los más importantes- parecen tener la pretensión de hacer de sus mangas capirotes con el tiempo y con los intereses de la gente. Conscientes de que el retorno de ese tiempo para quien lo invierte es una publicidad importante a su favor, en no pocas ocasiones tiranizan al personaje. Dáos cuenta de lo que dice Umbral: él cobra por ir a los sitios y si accede a ir sin cobrar es pensando en ese retorno publicitario («yo he venido aquí para hablar de mi libro, no para opinar, que para eso tengo una columna de opinión»). Pero la señora Milà hace su programa como le da la gana y el otro se queda allí, compuesto y con un palmo de narices. Y se cabrea y la monta. Otros quizá lo hubieran hecho off the record u otros quizá hubieran aguantado y callado pensando en ulteriores ocasiones. Pero él no, él se quejó en vivo y en directo, en medio del cachondeo de la chusma que, si no recuerdo mal, estaba constituida por estudiantes de periodismo, lo que ayuda a comprender muy bien por qué el periodismo actual está como está.

Un hombre con grandes claroscuros, desconcertante en ocasiones y siempre polémico. Con todos sus defectos, con todas sus carencias, con todas sus broncas, pero también con todas sus virtudes y con todo su oficio, que lo tenía, en contraposición al personaje anterior, y dentro de unas proporciones razonables, con la pérdida de Umbral, el mundo, la Historia y España han sufrido una pérdida sensible.

Quizá, cuando el tiempo separe a la obra del recuerdo personal de su autor, se descubra otro Umbral. Y quizá sea un Umbral aún mejor del que todos tenemos in mente.

Vete a saber: igual consigo acabar un libro suyo y todo.

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Hablando de libros, he entretenido las veladas hoteleras de los cuatro días que pasé en el Maestrazgo a finales de la semana pasada con uno que me regalaron mis tres niñas por mi reciente cumpleaños, que trata sobre toda la planificación militar -la parte estrictamente militar- del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima. Un libro ligero, pero interesantísimo porque me rompió toda la construcción mental que yo llevaba sobre el asunto.

En primer lugar, yo pensaba que al coronel Tibbets le habían encomendado la misión, así por las buenas y de un día para otro: «Coronel, se subirá usted a este avión y mañana por la mañana lanzará esta bomba que estamos cargando en el aparato sobre la ciudad de Hiroshima». Bueno, pues no. Al coronel (entonces teniente coronel) Paul Tibbets se le puso al frente de la misión once meses antes, el 1 de septiembre de 1944, misión que suponía la creación de una unidad específica -del tamaño prácticamente de un escuadrón- cuyos miembros elegiría materialmente uno por uno; para ello gozaría de medios prácticamente ilimitados y de total prioridad cualitativa y cuantitativa en todos los suministros, hasta el punto de que el avión destinado a lanzar la bomba, el «Enola Gay», fue seleccionado por Tibbets en la propia fábrica de acuerdo con criterios rigurosísimos en la calidad de los acabados (por ejemplo, rechazó una serie parte de la cual había sido montada al regreso de unas vacaciones). Pues bien, el teniente coronel Tibbets no aceptó la misión con resignación castrense sino con entusiasmo, maravillado ante la oportunidad profesional (e histórica) que se le presentaba y dispuesto a realizar el trabajo más exhaustivo, meticuloso y exacto de que fuera capaz su carácter ya de natural exhaustivo, meticuloso y exacto hasta la exageración.

No sólo no padeció el menor escrúpulo sino que sufrió lo indecible en las dos o tres ocasiones en las que pareció que el proyecto se desmoronaba (euforia tras la sucesión de victorias en el Pacífico y de la victoria en Europa, rechazo político al bombazo atómico, el impasse, breve pero cierto, tras la muerte de Roosevelt, etc.) sino que, además, luchó a dentellada limpia, removiendo Roma con Santiago, para salvarlo.

Tras el bombazo, y con el transcurso de los años, no sólo no experimentó el menor arrepentimiento sino que se acrecentó su orgullo por su participación en el churrasco y por la exactitud y eficiencia del resultado final de su trabajo.

En segundo lugar, yo estaba convencido de que la caída de Japón hubiera sido, sin bombas atómicas, una cuestión de tiempo. Y sí, claro, tiempo. Pero, en ese tiempo, una carnicería enorme. Los japoneses disponían de dos millones de soldados veteranos más una reserva de otros dos millones de hombres aún sin adiestramiento pero con un entusiasmo que no les cabía en el cuerpo. Además, los aliados estaban horrorizados por los ataques suicidas y su terrorífica eficiencia. Los cálculos que se efectuaron (que yo, más o menos, conocía pero cuyas proporciones yo creía muy inferiores) estimaban en un millón de muertos norteamericanos y en trescientos mil británicos (sin contar tropas de países que después constituirían la Commonwealth, como Australia, Canadá o la India) más los heridos correspondientes con sus secuelas en tantísimos casos. Y todo ello, pasando a sangre y fuego a Japón (método Curtis LeMay, cuya división aérea arrasó Tokyo en una sola noche lanzando bombas incendiarias y causando más muertos, muchos más, en esa sola noche, que las dos bombas atómicas lanzadas, respectivamente, sobre Hiroshima y Negasaki), con lo que habrían de añadirse millones -en plural- de muertos japoneses, entre militares y civiles. Siempre se habla de las bombas atómicas, pero lo que le hicieron a Tokyo, déjalo correr.

El Gobierno japonés, por otra parte, estaba absolutamente sojuzgado por el Ejército y era forzosamente intransigente y militarista; los pocos pacifistas que se dieron, llegaron a sufrir represalias físicas. Los poderes fácticos de Japón habían decidido combatir hasta el último hombre y la cosa no tenía más vuelta de hoja.

En tercer lugar, yo creía que Hiroshima era una ciudad pacífica y galana cuyos habitantes se dedicaban a trabajar y a cultivar geranios. Y, bueno, sí, sus habitantes sí, se dedicaban a eso. Pero, además, se había instalado allí el estado mayor del Mariscal Shungoku Hata, comandante del 2º Ejército, estacionado en la propia Hiroshima, y que constituía la fuerza destinada a parar los pies en primera instancia al ejército aliado en cuanto desembarcara en Japón, en la primera de las islas interiores. Aparte de eso, allí estaban estacionados también un número indeterminado pero, al parecer, alto de vehículos kamikaze navales y de sus tripulantes, cuya eficacia quedó demostrada al hundir al «USS Indianapolis» en la madrugada del 30 de julio de 1945. Lo que son las cosas: el «Indianapolis» regresaba del viaje… en el que transportó la bomba atómica a la base de Tinian, en las Marianas, desde donde, apenas una semana después, despegaría el «Enola Gay» para lanzarla.

El padre Arrupe, Curtis LeMay, Sadako, Truman, Paul Tibbets… demasiado drama, demasiado impresionismo intelectual ante una realidad espantosa que fue la alternativa de… ¿un final más humano? ¿Una masacre horripilante? Imposible saberlo. Pero, de verdad, me ha impresionado el entusiasmo de Tibbets, a quien yo creía férreamente escudado en el cumplimiento de su deber militar. No es un reproche, necesariamente (¡qué difícil es juzgar algo tan complicado y tremendo!) sino una constatación. Una constatación, para mí, sorprendente.

Oh, por cierto… La reseña del libro: Thomas, Gordon y Morgan-Witts, Max. «Enola Gay». Ediciones B, 1ª edición, Barcelona 2005. ISBN 84-666-2042-7

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Bueno, pues me voy. Como ya anuncié la semana pasada, realizaré un breve viajecito la semana que viene, culminación de las vacaciones bastante urbanas de este año, y, por tanto, no habrá paella esa semana, la del jueves 6 de septiembre. A cambio de haber tenido paella estival, os quedáis sin paella en la rentrée. La próxima será el jueves, 13 de septiembre.

En el ínterin, quizá haya entradas no paelleras en «El Incordio», más probablemente a la vuelta que no antes de irme; estoy en fase maletera y no sé si esto dará ya para mucho más. Pero volveré con ganas porque el ambiente huele a trompadas y ya sabéis que, en éstas, yo el primero. El ministro ese que se ha cargado a la Regàs dice que ya ha solucionado el tema del canon y eso apesta a chamusquina porque con las entidades cívicas no ha hablado nadie. Volveré con una joie de guerre de cojones y, aunque sea en mi ínfima y microscópica medida, no faltará mi molécula de tocadura de pelotas para joder a los políticos a tope.

Hasta la vuelta, un abrazo a todos (menos a esos, claro).

Pertinaces tricornios

Parece que la escandalera que se armó en la red como consecuencia de haberse descubierto una estupidez supina contenida en la página web de la Guardia Civil dedicada a dar consejos a los niños y jóvenes internautas (muy acertados y saludables, aparte de la estupidez en cuestión) ha tenido un cierto efecto.

Un cierto efecto lejos de lo deseable y de lo lógico, porque persevera en la manipulación de la información, persevera en la falsedad aunque, eso sí, haciéndola más sibilina y, precisamente como yo decía, aprovechando la falsa teoría del ilícito civil para sus juegos de palabras oficiantes de ceremonias de la confusión y de redondas mentiras.

El texto en cuestión ha sido modificado y ahora queda así: «Si descargas películas o música, asegúrate de no estar infringiendo los derechos de propiedad intelectual, podrías incurrir en un delito. Que muchos lo hagan no significa que sea legal». Nueva falacia, nueva mentira, nuevo intento de liar y de enredar. La simple descarga de películas o música no puede infringir los derechos de propiedad intelectual. Hay que insistir otra vez en lo mismo: la copia privada -y la descarga de contenidos es una forma particular de copia privada- es un derecho consagrado por la jodida Ley de Propiedad Intelectual. Podría ser delictiva, en todo caso, la venta o la pública divulgación con ánimo de lucro de ese contenido, pero eso son conductas distintas de la descarga. Y tanto es así, que ni siquiera es delictivo comprar en el top manta (sí, en cambio, lo es vender). Por tanto, jamás la simple descarga puede, en ningún supuesto, ni aún cuando se haga desde una página ilegal, ser delictiva. Esa es la mentira redonda que vuelve a insertar en su web la Guardia Civil o quien por ese medio habla en su nombre.

Aparte, está la falacia: que muchos lo hagan no significa que sea legal. «Legal», ahí ya no habla de «delito». Si yo pusiera ahora tibio al Cuerpo por esa expresión siempre me podrían responder que se habla de ilegalidad y no de delito, lo que abre la puerta al ilícito civil que, aunque yo lo niegue (y lo niego), mi «no» vale tanto como el «sí» de otros. Bueno, eso será hasta que el Supremo dé la razón a unos o a otros, pero si el Supremo me quitara la razón, como ya he dicho muchas veces (y no solamente yo, ni siquiera como opinión más autorizada), se estaría cargando el canon porque no sería de recibo percibir estos importes pretendiendo compensar con ellos una actividad tan residual y mínima como la copia a la antigua usanza. Pero esa no es la cuestión ahora. La cuestión es que si la Guardia Civil no está hablando de delito ni de un tema de policía administrativa encomendada al Cuerpo (como podría ser, por ejemplo, la normativa de Tráfico o de protección del medio natural)… ¿cómo osa nadie en esa institución hablar oficialmente de otro tipo de ilícitos completamente ajenos a sus competencias? ¿Sería tolerable que la página de la Guardia Civil previniera de que hay que pagar el alquiler del piso porque de lo contrario se incurre en una ilegalidad frente a lo dispuesto por la Ley de Arrendamientos Urbanos? ¿O que no pagar el recibo de la luz contraviene la normativa en materia de obligaciones y contratos?

La cuestión es que, como dije en mi artículo anterior sobre este tema, siguen mintiendo al colar la palabra «delito» donde y cuando no es procedente (y claramente no lo es) y siguen utilizando la falacia del ilícito civil (improcedente por ser la Guardia Civil incompetente en la materia) para colar, también de forma improcedente, la palabra «ilegal».

Lo que nos lleva a reafirmarnos en la idea de lo putrefactas y mediatizadas que están las administraciones públicas, en cuanto se tratan estos temas, por las entidades de gestión de derechos peseteros de autor, que parecen (¿o son?) los amos de las instituciones públicas a cualquier nivel. Y venga «teóricas» para que el personal togado y uniformado no se desmande (aunque en el togado empiezan a salir ya algunos respondones).

¿Otra muestra? Pues fresquita, de «El Periódico» de hoy mismo: el ministro de Cultura, César Antonio Molina, anuncia una modificación de la Ley de Propiedad Intelectual (no, si al final vamos a salir a una modificación anual) en la que aparte del bla, bla, bla, habitual con la cagarela del «equilibrio entre los derechos de los autores y los ciudadanos»; y, para celebrar el equilibrio, dice que, junto con el Ministerio de Industria «hay por primera vez una propuesta concreta encima de la mesa, que se está estudiando con las entidades de gestión para su formulación final» (sic, según el rotativo). O sea, que entendidos los ministerios con las entidades de gestión pesetera, ya estamos entendidos todos los que teníamos que estar y al ciudadano que le den por el culo. ¡Toma equilibrio!

Entre la LISI y el ministro Molina, nos espera un otoño calentito, ya se ve venir.

¡Y, encima, los radares legales de la Guardia Civil!

Es cosa de hombres

Rosa Regàs, al presente ex-Directora de la Biblioteca Nacional, acaba de dar ese leve paso que separa lo sublime de lo ridículo.

Rosa Regàs dimitió de su cargo hace tan pocos días que quizá sea más apropiado hablar de «horas», quejosa de haber perdido -si es que llegó a tener, según duda ella misma- la confianza del actual ministro de Cultura. Bien, un gesto, cuando menos, muy correcto. Dice que el asunto del robo de los mapamundi, siendo grave y lamentable, no es el fin del mundo, porque no se trata de ejemplares únicos y sigue diciendo que esos robos suceden en las mejores bibliotecas nacionales del mundo. Bien, no voy a discutirlo puesto que desconozco el verdadero alcance del fenómeno del manguismo en las bibliotecas nacionales. Dice que fue objeto de una injusticia cuando el ministro le espetó que en los tres años de su desempeño del cargo no ha hecho prácticamente nada. Bien, desconozco a fondo la situación pasada y presente de la Biblioteca Nacional, de manera que voy a dar su queja como justificada por aquello del beneficio de la duda.

Dice (literalmente, según «El País»): «Con un hombre no se habrían atrevido a esta operación de acoso y derribo, haga lo que haga una mujer siempre es para mal. Lo mismo lo hace un hombre y es para bien».

Y se ha quedado como después de cagar.

Octubre rojo

La gente de «V de Vivienda» ni traga ni descansa. No traga con el tan cacareado «pinchazo de la burbuja», que todavía es ridículo, ni descansa en su lucha. Han conseguido éxitos importantes y no sueltan la presa.

Me caen simpáticos, qué queréis que os diga. Yo ya no tengo un problema grave con la vivienda (lo mío me ha costado poder decir eso, ojo, que aún voy empujando la hipoteca) pero mis hijas lo tienen a diez años vista o menos, así que cuando termina la brega por uno, hay que empezar con la brega por los hijos, de modo que la empastifada de mierda que está haciendo con el derecho a una vivienda digna la banda del Reyna y otros adláteres, me pilla a mí también, no sólo cerca sino encima mismo.

Además, los chavales -y menos chavales- de «V» me evocan la época en que la Asociación de Internautas y unos poquitos más en red nos levantamos contra la $GAE: cuatro desgraciaditos, apenas unos pendejos electrónicos, y mira ahora la que tenemos armada (me encanta recordarlo porque sé que esto, al Bautista, le reconcome las tripas); «V de Vivienda» empezaron también así, cuatro palurdillos entonando el cagontó contra el gremio de la tochana, y esta primavera me di el gustazo de ir a su mani barcelonesa, del bracete con mi hija mayor, y ver, en el cruce de Aragón con Paseo de Gracia, cómo había gente que aún no había podido salir de la plaza de Catalunya mientras que otros ya habían sobrepasado Letamendi. Y ahora pídele los números a la Gurdia Urbana y echa unas risas.

Ahora quieren montarla aún más gorda, a nivel nacional. Y en fecha sugerente, el 6 de octubre, que es todo un mensaje a los de la cantina del Foment.

Se trata de efectuar concentraciones de miles de personas frente a los ayuntamientos de diversas ciudades del territorio español entonando el particular Hoc signo vinci de la lucha juvenil por la vivienda digna: «No vas a tener casa en la puta vida», un interesante eslógan que promete lo contrario de lo que vaticina gracias a ese implícito «…a no ser que muevas el culo y patalees duramente el de esos cabrones». Y batir récords de cifras.

Hay que ayudarles (¡ayudarnos a nosotros mismos!), hay que hacer hervir la red y «El Incordio» se pone al servicio de este objetivo.

El 6 de octubre tienen que oir fuerte y claro nuestro grito. El 6 de octubre, tienen que cagarse en los fondillos.

El 6 de octubre, mi hija y yo estaremos allí.

Y seguro que no estaremos nada solos.

Mentiras y tricornios

La Guardia Civil es un cuerpo que siempre ha sido tratado muy injustamente, por exceso o por defecto. O se la eleva a unos altares bastante frikis en una lisonja ridícula como si la GC fuera la guardiana misma de las esencias patrias, o se la escupe como si fuera una corporación de asesinos con charol en la azotea. Supongo que es el impuesto que debe pagar una institución que ha estado -para bien y para mal- muy presente en los acontecimientos principales de una historia de España excesivamente luctuosa y trágica.

Para mí, que intento vivir el presente y mirar hacia el futuro, y que cada vez me revienta más que se emplee el pasado como la principal o incluso única clave para interpretar el presente o prever el futuro, la Guardia Civil es un cuerpo paramilitar con funciones policiales, con un nivel profesional altísimo (y, por encima de luces y de sombras, esa calidad profesional ha sido la única característica invariable en toda su historia) y que puede presumir de haber formulado la más eficaz doctrina de combate antiterrorista (conjuntamente con sus colegas de la Policía Nacional) con metodología policial, no militar, y con sujección estricta a una Constitución garantista de derechos y libertades cívicas que van aún más allá de lo básico. Un hito verdaderamente mundial que, de hecho, todas las policías del mundo estudian con atención. Y a este respeto profesional se suma, por mi parte, el que me merece el tributo en sangre que ha pagado el cuerpo en ese servicio de sacarnos a todos los ciudadanos las castañas de un fuego bastante lacerante del que, por cierto, aún quedan brasas.

Por eso me sorprende y me duele que se manipule a la Guardia Civil y se atente contra su profesionalidad, haciéndole decir cosas como la que puede leerse en su página dedicada a los niños, a la que llego a través de un comentario en Barrapunto: «No te descargues películas ni música. Aunque conozcas amigos que lo hacen, estarás cometiendo un delito».

Sépase de una vez: de ninguna manera constituye delito descargarse películas y música cuando se hace para uso privado y sin ánimo de lucro. Esto es algo que está muy claro y que saben perfectamente todos los profesionales de la Guardia Civil. Por tanto, miente (repito: miente) el autor de este párrafo, lleve o no tricornio. Si lo lleva, ya le vale, al muy chusquero; y si no lo lleva, aplique el lector el calificativo que merece por atribuir tan estúpida expresión a profesionales de tan alto nivel.

Pero el problema no es esa patochada; después de todo, en el ámbito digital ya estamos acostumbrados a algún que otro detalle berroqueño procedente del mundo tricornio cuando recordamos a ese pintoresco comandante Salom y sus impagables teorías sobre el origen de la pedofilia en red. El problema de verdad es este permanente estado de prevaricación general en cuanto se trata de propiedad intelectual, cuyo signo más característico es esa vergüenza tercermundista y bananera de que la $GAE ande dando «teóricas» a policías, fiscales y jueces, en doloso olvido de que se trata de una empresa privada que no es absolutamente nadie para impartir doctrina en tan delicados estamentos, o de que una ministra fuera la representante con mando en BOE de dicha empresa; y a ver el nuevo, que lleva ahí no sé cuánto y no ha piado sobre el tema. Así, no extraña que salgan delitos donde no hay delitos y no extraña que la Guardia Civil haga el ridículo hasta el punto de que en algunos medios de la red tenga la misma imagen que pueda tener, pongamos por caso, en una herriko-taberna.

Mientras tanto, se intenta intoxicar a la juventud en la idea del delito, cuando ni siquiera se trata de un ilícito civil, la teoría -en absoluto plausible- construida para utilizar expresiones como «ilegal», «ilícita», «ilegítima» y similares, referidas a las descargas de contenidos.

Bajarse contenidos de la red, cualesquiera que sean -excepto software apropiativo-, constituye una conducta perfectamente incardinada en el concepto de copia privada y, por tanto, es un derecho que asiste a todo el mundo mientras lo ejerza para su esfera privada y sin ánimo de lucro. Y quien diga lo contrario, falta a la verdad deliberadamente.

Y, por tanto, miente.