Hace por estas fechas diez años que murió Diana Spencer, la que otrora fuera princesa consorte de Gales y futura reina consorte de Inglaterra, Escocia y etcétera, hasta su separación, o divorcio o no sé qué, de Su Alteza Real el que fuera hasta entonces su marido. Es lamentable, como lo es toda muerte de un ser humano y, por añadidura, de una persona cuya edad y presumible salud permitían vaticinar una larga vida por delante, de no mediar trágicamente el accidente que puso anticipado y súbito punto final.
Que esa defunción levantara cierta espectación es comprensible: se trataba de una persona de gran relevancia pública; que hubiera especulaciones sobre las causas de su muerte -habida cuenta de que era amante de un musulmán y esa relación, de llegar a tener descendencia, hubiera podido poner en un brete a la Corona británica- puede también entenderse, aunque ya forzando bastante la máquina. No sorprende -aunque asquea- que, diez años después, se siga mareando la perdiz y fantaseando con conspiranoias diversas, cuando montones de investigaciones rigurosas han establecido que no hubo ni conspiración, ni atentado, ni historias, sino, simplemente, un trastazo producido como consecuencia de circular a una velocidad espeluznante dentro de un túnel urbano y conduciendo un señor cuyas condiciones etílicas ofrecian, cuando menos, dudas; y, además, pudieron añadir algo de stress a la situación los paparazzi que seguían al coche con todo tipo de vehículos, pero ni siquiera ese posible stress constituyó materia suficiente como para acusar de la catástrofe a esos profesionales.
La demasía, en todo caso, viene dada por el aburrimiento analfabeto que da lugar al interés por esa señora. Una vez difunta y, a su vez y previamente, una vez claro que ya no sería reina consorte de Inglaterra y etcétera -aún manteniendo, hasta su propia muerte, la posibilidad de ser algún día algo así como «reina madre»-, no entiendo qué podía despertar en el público salvo una meridiana indiferencia; no lo entiendo, claro, hasta que veo un «tomate» o una «salsa rosa» y constato que cualquier impresentable es capaz de despertar el interés de una audiencia abotargada.
Lo cierto es que la señora Spencer era una dama tan resultona como plana, una niñata discotequera, superficial y frívola, que fue, eso sí, cumplidora de la misión para la que fue elegida: parir hijos para la Corona. Muy bien asesorada, se envolvió de un falso glamour que, tras su «desprincesamiento», reorientó hacia la causa de los pobres y paseó sus modelitos de alta costura por todo el mundo subdesarrollado redimiendo a no se sabe qué hambrientos, preparándose la imagen para los días gozosos -aunque también previsiblemente complicados y quizá litigiosos- en que pasara a ser la madre de un Rey de Inglaterra y etcétera. Pero un exceso de velocidad y se jodió el invento.
Ahora, su frustrado suegro anda por ahí clamando por asesinatos, pretendiendo que todo fue obra de los servicios secretos británicos asustados ante la posibilidad -verdaderamente escalofriante- de que un musulmán entrara en el palacio de Buckingham como marido de la madre del Rey. Sin embargo, no veo a los servicios secretos británicos limando los frenos o la dirección de un coche, cosa que constituiría una perfecta chapuza que no resistiría análisis, y menos en un trastazo acontecido en Francia, cuando hubiera resultado tan fácil y tan plausible cargarse finamente a una señora que volaba muchísimas horas al año y que se paseaba por países llenos de gente con machete rápido y fusil certero.
La muerte de doña Diana fue lamentable, ya digo, pero ni el mundo, ni la Historia, ni la Gran Bretaña perdieron gran cosa.
Es crudo, pero es así.
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Murió también Francisco Umbral, seudónimo de Francisco Pérez Martínez, escritor autodidacta (y no autodidacto, como algunos botaratos y/o botaratas han escrito en algunos medios creyéndose adalides de no sé qué estúpido concepto de igualdad en materia de sexo), académico frustrado (quisiera yo pensar que por el único hecho de una mejor candidatura, que aplaudo, en José Luis Sampedro y no por el hecho de que Umbral no fuera universitario o que tuviera un nivel de titulación escolar muy bajo) y escritor de éxito, éxito en el que yo nunca tuve nada que ver.
La verdad es que nunca he podido sufrir los libros de Umbral y creo que no he llegado, ya no a terminar, sino siquiera a avanzar demasiado en ninguno de ellos. Pero esto debe entenderse como un demérito muy relativo, puesto que a mí no me gusta la literatura -como género y en general- y, por tanto, soy mal degustador y peor crítico. En cambio, y haciendo abstracción de sus ideas, me encantaba Umbral como columnista, me gustaba su mala leche -daba la impresión derramarla a cántaros en todos los aspectos de su vida- y me gusta cómo la expresaba en corto. Por lo demás, hablar de sus ideas es hablar de algo errático: desde una izquierda bastante extrema hasta un liberalismo sector neocon. Hombre, todos evolucionamos, claro está: siempre he pensado que refregarle a una persona madura las ideas que tuvo de joven es una canallada, aunque una canallada relativa porque siempre cabe pagarle al canalla con la misma moneda (y si no se puede, peor para el canalla: indica a las claras su electroencefalograma plano). Pero la evolución de Umbral no vino desde joven, aunque no me parece que estuviera inspirada en la mala fe o en la conveniencia del sinvergüenza: simplemente, me parece consecuencia de la falta de una estructura intelectual sólida. De todas formas, esto podría constituir, lo reconozco, una afirmación imprudente al referirla a alguien a quien no he conocido nunca personalmente. Con todo, alguna vez sí que se le ha pillado en algún flagrante desatino, como cuando plagió a la inversa unas atrocidades que se referían a un bando de la guerra civil y él, en los mismos términos y circunstancias, los colocó con toda su jeta en el bando contrario.
Estos días se ha recordado el numerito que le montó a la Milà en un ya antiguo programa de tele, en las épocas en que a esa señora todavía se la podía llamar «periodista» (mejor o peor, pero se podía) y aún no ganaba la muchísima pasta que ha ganado con la inmundicia de «Gran Hermano» ni desbarraba declarando el mucho placer que sentía cagándose en el mar (literalmente, no a modo de la tradicional exclamación hispánica). Gracias a YouTube, hemos podido refrescar la memoria y echar unas risas revisando el incidente y, precisamente, a cuenta de esa revisión yo también me he reformulado la opinión que tenía del mismo.
Algunos medios de comunicación -desde luego, los más importantes- parecen tener la pretensión de hacer de sus mangas capirotes con el tiempo y con los intereses de la gente. Conscientes de que el retorno de ese tiempo para quien lo invierte es una publicidad importante a su favor, en no pocas ocasiones tiranizan al personaje. Dáos cuenta de lo que dice Umbral: él cobra por ir a los sitios y si accede a ir sin cobrar es pensando en ese retorno publicitario («yo he venido aquí para hablar de mi libro, no para opinar, que para eso tengo una columna de opinión»). Pero la señora Milà hace su programa como le da la gana y el otro se queda allí, compuesto y con un palmo de narices. Y se cabrea y la monta. Otros quizá lo hubieran hecho off the record u otros quizá hubieran aguantado y callado pensando en ulteriores ocasiones. Pero él no, él se quejó en vivo y en directo, en medio del cachondeo de la chusma que, si no recuerdo mal, estaba constituida por estudiantes de periodismo, lo que ayuda a comprender muy bien por qué el periodismo actual está como está.
Un hombre con grandes claroscuros, desconcertante en ocasiones y siempre polémico. Con todos sus defectos, con todas sus carencias, con todas sus broncas, pero también con todas sus virtudes y con todo su oficio, que lo tenía, en contraposición al personaje anterior, y dentro de unas proporciones razonables, con la pérdida de Umbral, el mundo, la Historia y España han sufrido una pérdida sensible.
Quizá, cuando el tiempo separe a la obra del recuerdo personal de su autor, se descubra otro Umbral. Y quizá sea un Umbral aún mejor del que todos tenemos in mente.
Vete a saber: igual consigo acabar un libro suyo y todo.
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Hablando de libros, he entretenido las veladas hoteleras de los cuatro días que pasé en el Maestrazgo a finales de la semana pasada con uno que me regalaron mis tres niñas por mi reciente cumpleaños, que trata sobre toda la planificación militar -la parte estrictamente militar- del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima. Un libro ligero, pero interesantísimo porque me rompió toda la construcción mental que yo llevaba sobre el asunto.
En primer lugar, yo pensaba que al coronel Tibbets le habían encomendado la misión, así por las buenas y de un día para otro: «Coronel, se subirá usted a este avión y mañana por la mañana lanzará esta bomba que estamos cargando en el aparato sobre la ciudad de Hiroshima». Bueno, pues no. Al coronel (entonces teniente coronel) Paul Tibbets se le puso al frente de la misión once meses antes, el 1 de septiembre de 1944, misión que suponía la creación de una unidad específica -del tamaño prácticamente de un escuadrón- cuyos miembros elegiría materialmente uno por uno; para ello gozaría de medios prácticamente ilimitados y de total prioridad cualitativa y cuantitativa en todos los suministros, hasta el punto de que el avión destinado a lanzar la bomba, el «Enola Gay», fue seleccionado por Tibbets en la propia fábrica de acuerdo con criterios rigurosísimos en la calidad de los acabados (por ejemplo, rechazó una serie parte de la cual había sido montada al regreso de unas vacaciones). Pues bien, el teniente coronel Tibbets no aceptó la misión con resignación castrense sino con entusiasmo, maravillado ante la oportunidad profesional (e histórica) que se le presentaba y dispuesto a realizar el trabajo más exhaustivo, meticuloso y exacto de que fuera capaz su carácter ya de natural exhaustivo, meticuloso y exacto hasta la exageración.
No sólo no padeció el menor escrúpulo sino que sufrió lo indecible en las dos o tres ocasiones en las que pareció que el proyecto se desmoronaba (euforia tras la sucesión de victorias en el Pacífico y de la victoria en Europa, rechazo político al bombazo atómico, el impasse, breve pero cierto, tras la muerte de Roosevelt, etc.) sino que, además, luchó a dentellada limpia, removiendo Roma con Santiago, para salvarlo.
Tras el bombazo, y con el transcurso de los años, no sólo no experimentó el menor arrepentimiento sino que se acrecentó su orgullo por su participación en el churrasco y por la exactitud y eficiencia del resultado final de su trabajo.
En segundo lugar, yo estaba convencido de que la caída de Japón hubiera sido, sin bombas atómicas, una cuestión de tiempo. Y sí, claro, tiempo. Pero, en ese tiempo, una carnicería enorme. Los japoneses disponían de dos millones de soldados veteranos más una reserva de otros dos millones de hombres aún sin adiestramiento pero con un entusiasmo que no les cabía en el cuerpo. Además, los aliados estaban horrorizados por los ataques suicidas y su terrorífica eficiencia. Los cálculos que se efectuaron (que yo, más o menos, conocía pero cuyas proporciones yo creía muy inferiores) estimaban en un millón de muertos norteamericanos y en trescientos mil británicos (sin contar tropas de países que después constituirían la Commonwealth, como Australia, Canadá o la India) más los heridos correspondientes con sus secuelas en tantísimos casos. Y todo ello, pasando a sangre y fuego a Japón (método Curtis LeMay, cuya división aérea arrasó Tokyo en una sola noche lanzando bombas incendiarias y causando más muertos, muchos más, en esa sola noche, que las dos bombas atómicas lanzadas, respectivamente, sobre Hiroshima y Negasaki), con lo que habrían de añadirse millones -en plural- de muertos japoneses, entre militares y civiles. Siempre se habla de las bombas atómicas, pero lo que le hicieron a Tokyo, déjalo correr.
El Gobierno japonés, por otra parte, estaba absolutamente sojuzgado por el Ejército y era forzosamente intransigente y militarista; los pocos pacifistas que se dieron, llegaron a sufrir represalias físicas. Los poderes fácticos de Japón habían decidido combatir hasta el último hombre y la cosa no tenía más vuelta de hoja.
En tercer lugar, yo creía que Hiroshima era una ciudad pacífica y galana cuyos habitantes se dedicaban a trabajar y a cultivar geranios. Y, bueno, sí, sus habitantes sí, se dedicaban a eso. Pero, además, se había instalado allí el estado mayor del Mariscal Shungoku Hata, comandante del 2º Ejército, estacionado en la propia Hiroshima, y que constituía la fuerza destinada a parar los pies en primera instancia al ejército aliado en cuanto desembarcara en Japón, en la primera de las islas interiores. Aparte de eso, allí estaban estacionados también un número indeterminado pero, al parecer, alto de vehículos kamikaze navales y de sus tripulantes, cuya eficacia quedó demostrada al hundir al «USS Indianapolis» en la madrugada del 30 de julio de 1945. Lo que son las cosas: el «Indianapolis» regresaba del viaje… en el que transportó la bomba atómica a la base de Tinian, en las Marianas, desde donde, apenas una semana después, despegaría el «Enola Gay» para lanzarla.
El padre Arrupe, Curtis LeMay, Sadako, Truman, Paul Tibbets… demasiado drama, demasiado impresionismo intelectual ante una realidad espantosa que fue la alternativa de… ¿un final más humano? ¿Una masacre horripilante? Imposible saberlo. Pero, de verdad, me ha impresionado el entusiasmo de Tibbets, a quien yo creía férreamente escudado en el cumplimiento de su deber militar. No es un reproche, necesariamente (¡qué difícil es juzgar algo tan complicado y tremendo!) sino una constatación. Una constatación, para mí, sorprendente.
Oh, por cierto… La reseña del libro: Thomas, Gordon y Morgan-Witts, Max. «Enola Gay». Ediciones B, 1ª edición, Barcelona 2005. ISBN 84-666-2042-7
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Bueno, pues me voy. Como ya anuncié la semana pasada, realizaré un breve viajecito la semana que viene, culminación de las vacaciones bastante urbanas de este año, y, por tanto, no habrá paella esa semana, la del jueves 6 de septiembre. A cambio de haber tenido paella estival, os quedáis sin paella en la rentrée. La próxima será el jueves, 13 de septiembre.
En el ínterin, quizá haya entradas no paelleras en «El Incordio», más probablemente a la vuelta que no antes de irme; estoy en fase maletera y no sé si esto dará ya para mucho más. Pero volveré con ganas porque el ambiente huele a trompadas y ya sabéis que, en éstas, yo el primero. El ministro ese que se ha cargado a la Regàs dice que ya ha solucionado el tema del canon y eso apesta a chamusquina porque con las entidades cívicas no ha hablado nadie. Volveré con una joie de guerre de cojones y, aunque sea en mi ínfima y microscópica medida, no faltará mi molécula de tocadura de pelotas para joder a los políticos a tope.
Hasta la vuelta, un abrazo a todos (menos a esos, claro).