De la serie: Esto es lo que hay
Hace pocos días hablé de pasada del coste de la visita del Papa a Madrid, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud (de la juventud católica, claro), de esa juventud católica tan propensa al happening y al Papa show pero tan poco dada, según todas las evidencias -al menos aquí, en España-, al asuntillo este de ir a misa los domingos. Pero, bueno, eso a mí ni me va ni me viene, lo digo como una simple, aunque sorprendente, constatación: cuando el señor este toca el pito, tropecientos mil josefinas y josefinos (Pérez-Reverte dixit) acuden prestos, guitarra en ristre, a cantar laudes y maitines, o lo que sea; pero parece -por otro simple ejemplo- que a la cosa de ser curas (y monjas) se apuntan más bien poquitos y el letrero de «Falta personal» cada día es más grande y con los caracteres más fosforescentes.
Este comentario -ya digo, de pasada- suscitó otro de un cordial y ancestral adversario, digamos que ideológico -aunque no estoy nada convencido de que la expresión sea exacta, al menos en su amplio sentido-, respecto de la concreción presupuestaria del asunto, que yo repliqué diciendo que la ingeniería presupuestaria es difícil de desentrañar, y más cuando se utilizan técnicas, llamémosles, stealth, que entonces no hay Dios padre que saque el agua clara. Con lo que se lleva el asunto al aspecto comparativo al que supongo me llevará el hilo argumental de este post o, si no, seguro que de un modo u otro acabará saliendo en los comentarios, si es que en el marasmo agostino llega a haber comentarios.
Según todas las fuentes, propias y extrañas, eclécticas y adversarias, parece que el coste propio de la visita del líder católico va a andar entre los 47 y los 50 millones de euros. Por propio se entiende el conjunto de conceptos que van a tener que ser pagados a tocateja por la propia organización. Este importe va a ser sufragado -dicen las fuentes cercanas a la organización- por los propios peregrinos y por una serie de patrocinadores, entre los que destacan benefactores de la Humanidad tales como el Grupo Prisa, Sogecable, Intereconomía, Vocento, Unidad Editorial, Iberia, FCC, Acciona, Abengoa, Telefónica o el Grupo Santander. Guau.
Pero, claro, aquí no se acaba el asunto, hay más gastos, se estima que por una cantidad similar a la de los propios. Desde luego, la estimación es difícil porque se trata de costes, como si dijésemos, en especie, y que van a ser autorizados por Gallardón, por la Espe y por Zap, es decir, que vamos a tener que aforar todos los españoles, sea cual sea nuestro credo o falta del mismo, sexo, profesión, estado civil, orientación sexual o situación militar. Más los madrileños que los catalanes (que ya corrimos con nuestra cuota de impuesto revolucionario eclesiástico el pasado noviembre) o que los extremeños, pero todos, en una medida y proporción o en otra.
El importe de estos gastos en su precisa exactitud es imposible de conocer, porque el simple análisis presupuestario, es decir, la humorada de coger los presupuestos correspondientes (Ayuntamiento de Madrid, Comunidad Autónoma de Madrid o Generales del estado) y buscar con un farol las partidas y/o proporción de las mismas que se atribuyen al evento es tarea física, aritmética y humanamente imposible.
Las administraciones públicas utilizan de puertas adentro -no se divulgan nunca, supongo que porque nadie lo pide, je, je, je- los llamados presupuestos por programas de actuación. Suelen emplearse generalmente para las obras públicas, sobre todo para aquellas en las que hay que estar al tanto del estado real de la inversión correspondiente para que, una vez gastada la proporción establecida en el programa europeo correspondiente, según se constata en este presupuesto por programas, pueda solicitarse a la Unión Europea, a título de adelanto a cuenta, el porcentaje correspondiente del importe cofinanciado por la Unión. Un presupuesto por programas consiste en atribuir a una partida de inversión, la parte alícuota de otros capítulos presupuestarios constitutivos de lo que podríamos llamar gastos generales. Es decir, se establece, que una inversión de 12 millones en la construcción de un tramo de carretera (Capítulo VI – Inversiones reales), no es todo el coste de ese tramo, porque a esos 12 millones, habrá que sumar la proporción correspondiente de otros capítulos presupuestarios como, por ejemplo, los gastos de personal (Capítulo I), los gastos corrientes (Capítulo II) o los intereses de la deuda con la que se ha financiado la obra (Capítulo XI), entre otros muchos conceptos y capítulos afectados; atribuir correctamente estas proporciones a cada actuación es un verdadero arte, un encaje de bolillos de mucho cuidado, que genera horas y horas de discusiones y debates entre los técnicos presupuestarios a los que les ha tocado el gordo de la cuestión. Hecho lo cual, se sabe -o se cree saber- cuál es el importe financieramente real de la obra o la actuación (que, en su caso, va a determinar, a su vez, el importe de la cofinanciación europea y su régimen de adelantos a cuenta).
En una tira cómica de Mafalda, ésta hallaba la agenda de Manolito (el comerciante) que éste había extraviado y que contenía sus apuntes tácticos. Y en ella se podía leer (cito de memoria): «Cuando un cliente me compra un artículo, está adquiriendo verdaderamente dos: uno, el que él cree que está comprando y, otro, el que yo realmente le estoy vendiendo». Pues bien: ahora sabéis, hijos míos, a través de qué mecanismo puede decirse exactamente lo mismo de los presupuestos públicos que nuestros diputados nos meten por el ojete cada año mientras nosotros pensamos en las musarañas.
Alguien habrá hecho, en el Ayuntamiento de Madrid, en la Comunidad de Madrid y en la Administración General del Estado -cada cual en su ámbito competencial y de cara a su propio presupuesto- algo parecido a un presupuesto de programa para la visita de don Benito (y le habrá llamado como habrá querido, eso no tiene importancia). ¿Quién lo ha hecho y dónde está? ¡Ah! Misterio. Gaspar Llamazares pidió el correspondiente al Estado en sede parlamentaria a finales del año pasado y aún está esperando -supongo que sentado- a que se lo den.
Y gracias a eso, los papistas pueden ir pregonando por ahí sus fantasías eróticas de autofinanciación (¡y hasta de beneficios!) sin que pueda desmentírseles con papeles claros e irrefutables, toda vez que no hacen públicos. Claro que ellos tampoco serán capaces de ofrecer una sola prueba de sus números, de sus cómputos y de sus afirmaciones. Y menos aún de sus rentabilidades (del 200 por 100, nada menos). También -supuestas, aunque en absoluto admitidas, esas rentabilidades apropiadamente calificables de divinas– las distribuyen ubérrima (y falsariamente) entre todos los españoles, y nunca dirán quiénes serán, llegado el caso, los verdaderamente beneficiarios de tanta rentabilidad.
No obstante, pueden hacerse estimaciones… instintivas… es decir, sin cuantificación concreta y que cada cual las valore como mejor le parezca, de lo que va a ser el gasto público en el asunto. Así ahorramos discusiones por cuestiones de tantosporciento en más o en menos. Simplemente, se verá que es una pasta enorme y punto.
1. Seguridad y limpieza
2. Cesión de espacios públicos: la sede del ayuntamiento, el aeródromo de Cuatro Vientos, el Palacio de Congresos o el Palacio de los Deportes; y veo en Público (la fuente de donde obtengo esta relación de espacios) otro uso privativo del paseo de Recoletos y de la plaza de la Cibeles que ignoro para qué serán.
3. Descuentos especiales en el transporte público para los asistentes
4. Ojo a esta, que es gorda: como el Gobierno ha tenido a bien declarar la farra en cuestión como acontecimiento de especial interés público (???), las benéficas empresas antes citadas tendrán una deducción fiscal de entre el 45% y el 90% de lo aportado. O sea que este dinero, a fin de cuentas, también lo ponemos todos los españolitos.
5. Cesión de los institutos públicos de la Comunidad como lugar de residencia para los asistentes a estas jornadas, ocasionando gastos (personal, electricidad, agua, instalación de duchas, desperfectos,…). Sobre esto de los institutos, además, hay que señalar que el personal de servicios que va a atenderlos ha sido obligado a ello, impidiéndoseles tomar vacaciones en estas fechas (justo cuando, en condiciones normales, están encima obligados a tomarlas dentro de las mismas). La auténtica ley del embudo.
Y aún cabría hablar de otros ítems como el despliegue extraordinario de radios y televisiones públicas (además, redundante: RTVE, Tele Madrid…).
Una vergüenza. No, mejor dicho: una total y absoluta desvergüenza.
Ahora viene aquel argumento tan sobado y tan divertido de que la seguridad se establece para toda visita de Jefe de Estado o que la movida de espacios públicos es la misma que cuando los calzoncilleros ganan la liga o la copa.
Para empezar, digamos que cuando vienen por aquí frau Merkel o monsieur Bruni sí que se monta un dispositivo de seguridad importante, pero nada que ver con la movida que se lía cuando viene el pontífice católico. Y, además, el Papa no viene como tal jefe de Estado sino que, por muy multitudinaria que vaya a ser, lo hace en visita privada.
Y en cuanto a lo del calzoncillo, es verdad que las movidas son impresionantes y, desde luego, exageradas (que conste que también me quejo de ellas -y por las mismas razones- cuando se producen), pero, en primer lugar, la concesión absolutamente intolerable a unos intereses particulares -por más multitudinarios que sean- no justifica la concesión, igualmente intolerable, a otros intereses particulares, por más que también sean multitudinarios; y, en segundo lugar, las farras futboleras no suponen ni descuentos en el billete del transporte público, ni ocupación de espacios públicos más allá del que se utiliza para el desfile triunfal de calzoncilleros, ni beneficios fiscales a los paganos. En todo caso, además, la movida calzoncillera dura, a lo sumo, una tarde y parte de una noche: el rollo católico este son no sé cuántos días, me parece que desde el 16 que empezarán a llegar peregrinos, hasta el 21 que se irán marchando los últimos.
Total, que estamos en lo de siempre: aguantar y pagar. Los católicos son muy libres de celebrar lo que quieran con quien quieran y con cuanta gente les venga en gana, pero sin que los demás ciudadanos tengamos que aguantar el número a la trágala y menos aún corriendo con el gasto: para acoger multitudes hay campos de fútbol, estadios más o menos olímpicos y diversos espacios rurales que incluso se han utilizado para conciertos rock; habilitar zonas de acampada fuera y lejos de la ciudad con unas razonables garantías higiénicas y medioambientales tampoco es difícil y se ha hecho otras veces. Colapsar una ciudad durante varios días es molesto -cuando no insufrible- para sus ciudadanos e intolerablemente costoso para el erario público.
Es especialmente irritante, además, la discriminación que supone este número papista: otras manifestaciones de entornos políticos, culturales o religiosos distintos, no sólo no obtienen apoyo público alguno sino que incluso son víctimas de trabas y de dificultades políticas y administrativas, cuando no de envío, sin más, de antidisturbios y de aporreo brutal y gratuito. Aparte de que lo de la aconfesionalidad del Estado queda, a juego con todo el resto de esta Constitución putrefacta, como un cagallón. Después, hay que ver la que les arman a unos que sólo quieren poner un anuncio en un par de autobuses; porque los católicos estos, a hacer lo que les da la gana se apuntan rápido, pero hay que ver lo fina que tienen la piel cuando otros piden -pagando ellos de su bolsillo- una décima parte de lo que a los católicos les regalan (a cargo del patrimonio público y del bolsillo de todos) y ya ni siquiera en lo crematístico sino, simplemente, en libertad de expresión.
En fin que hay que tragar, quiérase o no. Siendo, por tanto, inevitable, sólo cabe, como dije el otro día, desear que el tío este venga, diga su misa o lo que sea y que se largue cuanto antes mejor. Y que tarde en volver o que vuelva pagando él.
O, mejor: que no vuelva.