Archivo mensual: agosto 2008

Cerrado por vacaciones

Se cierran las últimas maletas, tras contrastar los contenidos con la lista confeccionada al efecto. Se comprueban los bolsos de mano: todos los DNI, todas las tarjetas bancarias, las de asistencia sanitaria del CatSalut (o sea, para entendernos, de la Seguridad Social made in aquí), el volante con la reserva del hotel -íntegramente pagada, ojo, y que no tenga que llorarlo-, la petaca con un cuartillo del amigo Jack, tooooodos los cargadores necesarios para los móviles, la PDA, los MP3 y la Biblia en pasta (eso sí que me encabrona: que cada puta marca y cada mierda de aparato tenga un cargador distinto y una toma incompatible con los demás, en plena época del USB), nos repartimos la pasta en efectivo y ya está todo, porque no hay loro ni perro y el pobre Carbón, el hamster de Laura, cascó en febrero, pobrete.

¡Ops! Los libros. Yo me llevo una prometedora y completísima biografía del Duque de Alba (el bueno, el de los Tercios) titulada «El Duque de Hierro» que, precisamente, forma parte de la bibliografía del enlace que os acabo de proponer. Obra, además, muy oportuna para exhibirla a velas desplegadas en plan de tocar los cojones a belgas y holandeses, si los hay en este hotel y me encabronan como me encabronaron hace seis o siete años en el Montarto (Baqueira Beret, Valle de Aran), cuyos jodidos niños me dieron una semanita veraniega de aquí te espero, semana que, obviamente, pasé clamando por don Fernando en mayor medida aún que por Herodes; es cuestión de especialización. El hotel de ahora es de playa y cabe temer lo peor, aún en mayor medida. El libro tiene cuatrocientas y pico páginas de letra bien prieta y con abundantes llamadas, que ralentizan mucho la lectura; aún así, por no hacer corto, todavía no he acabado de descartar otra biografía, esta vez del Gran Capitán, escrita por José Enrique Ruiz-Domènec que, caramba, ya es casualidad, también forma parte de la bibliografía que consta en el enlace. Pero es un tocho muy, muy gordo, más que el otro aún, y, además, a los italianos no les tengo manía: incluso en hoteles playeros, suelen ser bastante civiles. Además, don Gonzalo no les hizo mucha pupa a los italianos; en todo caso, tocó mucho más los cataplines a los franceses, lo que es otra buena razón a favor de llevármelo.

A mi hija mayor (16) le he regalado para la ocasión «El conde Lucanor», a ver si conecta. Yo lo leí mucho más joven que ella, con doce años, inducido por algunos episodios sueltos de los libros de FEN de Doncel, de los primeros cursos de Bachillerato elemental, que eran excelentes (y a quien no le guste, que se joda), y a mí me encantó. Además, es una estupenda manera de introducirse en la edad antigua del castellano (no diré «prehistoria», desde luego).

Con toda esta larga y procelosa batalla turístico-bibliográfica, vengo a deciros que ahí os quedáis, queridos, que me largo una semanita a pasar de todo, absolutamente de todo. No es que lo necesite mucho, la verdad, pero mi mujer sí, mi mujer tiene un trabajo durísimo y necesita durante una semana, al menos, no tener otra ocupación que la de ver pasar los días al sol y las veladas en las terracitas de por ahí.

O sea que echo la chapa abajo y hasta el día 8 de septiembre que, aún de vacaciones laborales, me pondré de nuevo en marcha, no habrá entradas en «El Incordio», ni respuesta a los mensajes de correo electrónico ni a los comentarios, ni nada de nada. Silencio en las listas y, como decía el tango, el músculo duerme, la ambición descansa. Aprovecharé para cargar las pilas porque, nada más volver, ya estará bien caliente la guerra de las enmiendas torpedo que nos quieren colar los sinvergüenzas de siempre, que esos sí que no descansan, los muy cabrones. Entre otras muchas guerras. Y no me pienso perder ni una.

Feliz -si cabe- vuelta al trabajo los que retornéis el lunes a la faena, que seréis los que necesitaréis más ánimos. Los que terminaron las vacaciones hace semanas, ya se han habituado y los que las tienen aún por delante estarán hechos polvo, imagino, pero con el acelerador a tope por el impulso de la ilusión.

Un abrazo a todos. Nos vemos en ocho días.

No estoy solo

Vía «Escolar.net», llego a este artículo de Rafael Reig en «Público». Bueno, que conste que todo eso yo ya lo había dicho antes -mucho antes- y muchísimas veces. Pero es un consuelo -y un encanto- saber que no estoy solo. Por cierto: una vez leído el artículo, echad un buen vistazo a los comentarios. Los hay de un cretinismo como para no creérselo de no verlo. Y también en algunos otros se ve que ni Reig ni yo estamos solos.

Ya lo sabía, por otra parte: algunos de mis pacientes (de mis pacientes lectores, quiero decir) ya se habían manifestado plenamente solidarios con mi opinión sobre la mierda esa del calzoncillo.

Vamos sumando…

El Yak y el Milton

Aquí estamos de nuevo, en este jueves último de agosto, vela de armas para muchos, que ven cómo con el fin de la semana y del mes, se les termina también el verano laboral -al astronómico no le queda, de todas formas, mucha cuerda, sólo resta por ver el climático- y el próximo lunes habrá que volver a fichar. Y esa parte del retorno es suave: quince días después, los niños al cole y, entonces sí, la temporada 2008-2009 habrá entrado plenamente en toda su intensidad. Que no sea nada y, como dicen los taurinos, que Dios reparta suerte.

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Parece que el PP volvió por los fueros cánidos y a Rajoy -cosa de la sangría tóxica, supongo- le dio por arremeter contra el Gobierno a cuenta de la tardanza -que no retraso- en la identificación de los últimos cadáveres del accidente de hace una semana. Pero ahí estaba la asociación de víctimas de cierto Yak-42 para recordarle lo guapo que está calladito y para decirle que las víctimas del hostiazo de Spanair están siendo exquisitamente tratadas, que la identificación de los cadáveres se está llevando a cabo con todo rigor y que ya les hubiera gustado a ellos ser tratados siquiera la cuarta parte de bien que lo están siendo los infortunados a quienes ha tocado en esta ocasión esa negra lotería de la desgracia.

La impaciencia de los familiares de los cadáveres pendientes de identificación -algunos menos de cuarenta, me pareció oir ayer y son las últimas cifras de que dispongo- es perfectamente comprensible, pero también lo es la lentitud del proceso: son los cadáveres más complicados -probablemente porque son los que están íntegramente calcinados, sin el menor resquicio para extraer una muestra apta para un examen de ADN- y, además, los medios son limitados, pues se están utilizando los de la policía científica, y éstos, lógicamente, no están preparados para atender un advenimiento súbito de centenar y medio de víctimas mortales e identificarlas con la celeridad que a todos, y a sus deudos los primeros, nos hubiera gustado. No es razonable dotar de medios y personal a las unidades especializadas como si una catástrofe de estas sucediera cada día: afortunadamente, ha habido que remontarse un cuarto de siglo para encontrar un antecedente similar en España.

Una lección que cabe extraer de lo que ha sucedido, empalmando con el primer párrafo, es lo útil de montar grandes escandaleras cuando se producen trapazadas como la del Yak-42. Estos días pasados, oyendo las diversas declaraciones del ministro Rubalcaba, garantizando por sus muertos una identificación perfecta e infalible de todas las víctimas, se percibía claramente la sombra del Yak sobre el Gobierno y la consigna rigurosa de éste a los técnicos responsables: ni un error, ni una pifia, trabajar lo más deprisa posible, pero dar prioridad a la seguridad en los resultados. Rubalcaba no ha querido correr el menor riesgo de cubrirse de mierda como Trillo y debió advertir a sus subordinados de su segura decapitación en caso de cagada y de que los negligentes, en su caso, quedarían con el culo al aire, sin beneficiarse de cobertura política ni de cuartelillo alguno.

Por tanto, hay que exigir que los jueces persigan hasta el último resquicio de negligencia -y de poca vergüenza- y, desde luego, de delito, en la burla infame que se hizo a los familiares de aquellos infortunados militares y que su acción llegue hasta donde haya de llegar y alcance a quien haya de alcanzar. Pero, además, los ciudadanos, con nuestra propia acción cívica y con nuestro voto, debemos asegurarnos de que la carrera política de Trillo quede muerta y enterrada, para ejemplo y escarmiento.

Que ya hemos visto que lo del ejemplo y escarmiento, funciona.

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Otro sonsonete recursivo de este verano ha sido el de la crisis. Y lo que te rondaré, morena, porque dicen que será ahora, en otoño, cuando venga buena de verdad. Lo siento por las víctimas, entre las que probablemente me cuente, de un modo u otro, pero valdrá la pena siempre que de esa crisis y, sobre todo, de sus causas, se extraigan las conclusiones adecuadas.

Cuando hablamos del derrumbamiento del ladrillo, parece que todo el fulgor y muerte de la especulación del tocho y el advenimiento de la crisis haya sido culpa de cuatro sinvergüenzas de baja estofa. Hemos ejemplarizado la cuestión a base de ilustrarla con cuatro pringados -muchimillonarios, sí, pero pringados, en definitiva- y hemos acabado elevando la anécdota a categoría.

Y no.

Las causas de la crisis son mucho más profundas y tienen un contexto claramente ideológico: la lección que nos brindan los acontecimientos -y que no debemos desaprovechar- es que al mercado no se le debe dejar solo, que el mercado no sólo no se autorregula sino que lleva por su propia dinámica a desequilibrios brutales y que el mercado debe ser serveramente marcado.

No pretendo, por supuesto, ir al otro extremo; estoy a años luz de sistemas económicos de tipo soviético o cubano. Creo en la bondad de la iniciativa privada y, sí, creo en un mercado libre… dentro de un orden. El laissez faire está muy bien… mientras esté bien; y sólo está bien mientras se reparta de forma mínimamente equitativa. Cuando un mercado empieza a generar unas fortunas acojonantes para unos pocos mientras la sociedad se llena de mileuristas, la oferta de trabajo de contratos basura y los beneficios económicos no redistribuyen lo suficiente y lo eficiente como para que se cumplan razonablemente derechos constitucionales como el de acceso a la vivienda, la gran víctima de la coyuntura actual, llegó el momento de darle un tortazo a este mercado y enderezarlo a las malas, ya que no ha sido capaz de ir recto por las buenas. Y todo esto sin entrar en la corrupción política y administrativa, en la delincuencia, en definitiva, que ha generado una gran parte de todas esas fortunazas. Que también habría que entrar.

Hay, pues, que controlar el mercado, ponerle límites estrictos. La empresa -y, sobre todo, la gran empresa- tiene que asumir que la libertad de mercado conlleva la exigencia del reparto de beneficios -en el más amplio sentido social y laboral- y del respeto a la libre competencia. Sí, porque otra de las lacras que hemos visto en estos años de ominosidad neocon es la cantidad de monopolios de hecho que se han formado y cómo ello ha llevado a que unas pocas empresas, menos de cincuenta, estén rigiendo realmente los destinos del mundo, en perjuicio de los ciudadanos y de sus gobiernos, que pasan a ser títeres de esos poderes reales. Siempre ha sido así, es verdad: los políticos siempre han sido títeres de los poderosos; pero nunca se había llegado a los extremos actuales.

Hay que matizar la globalización o, mejor dicho, hay que ir a una globalización de verdad, con igualdad real para todos, no para unos cuantos. Lo que se llama -demagógicamente- globalización no ha sido más que un asalto, que una acción de perfecto y típico bandidaje por parte de unos pocos grupos de interés hegemónico sobre la entera sociedad mundial, empezando por las sociedades más pobres a las que, encima, se ha cascado más fuerte y se ha expoliado sin medida alguna. Lo que se ha hecho con África, con la entera África, es un crimen contra la Humanidad por el que deberían pagar con la horca -literalmente- unos cuantos caballeros, hoy tenidos por financieros muy respetables o como símbolos empresariales del éxito, cuando en realidad son bandoleros y asesinos de la peor laya.

Si conseguimos que, además de su fiambre material, se entierre de una puta vez -y bien hondo- todo lo que fue, pensó y representó el Milton Friedman de los cojones, valdrá la pena pagar la factura que, sin devengarla, hemos pagado, estamos pagando y lo que aún nos queda por pagar, de la crisis esta.

Y va a ser una factura gordísima.

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Con este delendum est Friedman se cierra esta paella… y esta temporada. La semana que viene -lo anuncié hace más de un mes, que no se me queje nadie- no habrá paella, os dejo huerfanitos de sapos y culebras, que me voy a tumbar a la bartola.

Llegamos a uno de los dos momentos del año -el otro será dentro de cuatro meses- en que, de alguna forma, damos carpetazo a un ciclo y, tras una pausa más larga o más corta, a veces incluso sin pausa, iniciamos otro. Llegamos, pues, a uno de esos momentos en que es de ritual y de rigor daros las gracias a todos por haber estado ahí pacientemente todos estos meses y, en algunos casos, durante todos estos años. Daros las gracias por vuestros comentarios, por vuestros acuerdos y por vuestros desacuerdos; por vuestros ánimos, cuando me han hecho falta. Sois vosotros la razón de ser de esta bitácora y, dentro de ella, de esta serie que -nunca deja de sorprenderme- tiene forofos propios, seguidores de solamente los jueves, exclusivos degustadores del arroz. Sois vosotros los verdaderos artífices de esos cuatro años, largos, de bitácora y sois vosotros su garantía de permanencia mientras a mí me quede salud, dedos y ganas de bronca. Porque motivos, desgraciadamente, no van a faltar nunca.

La próxima paella, por tanto, será el 11 de septiembre, vaya por Dios, fiesta autonómica en Catalunya, pero laborable en el resto de la piel de toro. Para mí no será propiamente fiesta, técnicamente estaré aún de vacaciones, aunque estaré, como muchos están hoy, preparando los trastos para la reincorporación; la mía lo será el 15.

Que tengáis, aquellos para los que sea el caso, un buen comienzo de nueva temporada y a no agobiarse, que las vacaciones sonla excepción, y no al revés. Ahora es el momento de la creación, de hacer cosas, de ser nosotros mismos.

Tomando el sol al pie de la piscina, allá en la playita, os tendré presentes en mis oraciones 😉

Miscelánea estival 2008 (IV)

Bueno, pues ya terminé «Un día de cólera», sobre el que se me ocurre decir, en primer lugar, que es entretenido. Pero, a partir de ahí, lamento tener que decir también que no va más allá. Y no es que no esté trabajado, al contrario: una de las cosas que más mal sabe al irlo leyendo es el pobre resultado que ha arrojado el importante esfuerzo de documentación de mi admirado don Arturo. «Un día de cólera» es una crónica, ni más ni menos. Una crónica de guerra realizada por un señor que se tiró muchos años de su vida haciendo crónicas de guerra -a pie de bombazo, claro- y te las sabe hacer vivir; una crónica de guerra realizada por un señor que sabe escribir, que controla estupendamente el lenguaje -parece que no es académico por casualidad- y que tiene muchísimo oficio. Pero cuando uno ha terminado el libro, se da cuenta de que éste no consiste en otra cosa que en una sucesión bien narrada de escaramuzas con mención nominal, no diré que exhaustiva pero sí intensiva, de sus protagonistas o participantes.

Es una crónica fría que parte, en términos cronológicos, de los hechos mismos con una excesivamente sucinta descripción de sus antecedentes. Es, desde luego, una obra escrita para los que ya conocen con cierto pormenor lo que ocurrió el 2 de mayo de 1808 en Madrid, porque, en terminos de gran historia, aporta bien poco -quizá porque a estas alturas quizá no quede ya nada que aportar… pero sólo quizá- y lo que hace es abundar en el anecdotario sembrándolo de asientos del padrón. Por cierto: aconsejo muy calurosamente el uso del mapa del Madrid de aquella época que se adjunta con el ejemplar de la obra, porque seguirla sobre dicho mapa es lo que le da consistencia y unidad al conjunto y lo que logra que se entienda lo que pasó aquel día, si es que cabe entenderlo, porque la espontaneidad del movimiento popular hizo que aquelloo no tuviera orden ni concierto; pero, al menos, se puede observar el qué y el por qué de los movimientos de los franceses, que esos sí respondieron a una lógica y a unas formas.

A años luz, por supuesto, de la calidad argumental de otras novelas suyas, con excepción de «Cabo Trafalgar», que ya es un aviso de esta de ahora, apenas un jugueteo de episodio nacional al que le ha metido, eso sí, como he dicho antes refiriéndome a la última, mucho oficio. De lo último que ha escrito -artículos aparte- me queda por leer «El pintor de batallas» y ya veo que habré de hacer caso de algunos críticos -del bando admirador de Pérez-Reverte, lo que les confiere mayor crédito- que no hablan de la obra con mucho entusiasmo.

En cualquier caso, eso sí, es un libro refrescante y vacacional, muy apto para los que no quieren calentarse demasiado las meninges y dejarse llevar por el simple placer de leer. Porque escrito, lo que se dice escrito, está bien escrito, no faltaba más.

Pero, ya que estamos en ello, lo del Dos de Mayo es uno de los episodios más tristes de nuestra historia, tal como escribí en su día: Mañana hará doscientos años que un pueblo ignorante y torpe, mediatizado por el oscurantismo y por los curas (y, en este caso, no es un tópico) entregó lo mejor de su heroísmo y de su sangre en holocausto a la causa más retrógrada que cupiera imaginarse y se sacrificó gloriosamente clamando por una monarquía vergonzosamente putrefacta e invocando al unáninemente tenido por el canalla más abominable que haya ceñido jamás la corona de España. El pueblo de Madrid, como primero de tantos otros, incluyendo al catalán, cerró la puerta a la ilustración aquel 2 de mayo de 1808 y entregó a España al atraso, a la ignorancia, al analfabetismo no sólo intelectual sino también moral (eso sí, perfumado con el botafumeiro incesante de toda la tropa ensotanada), al olor a pies y a la halitosis cazallera, a un estado de podredumbre nacional del que aún nos resentimos porque aún hay quien parece deseoso de recuperarlo en sus más intensas esencias.

Y, sin embargo, leyendo la novela de Pérez-Reverte, como leyendo a Galdós, como leyendo cualquier otra crónica de la Guerra de la Independencia, no puedo evitar sentirme al lado del bando cutre, quizá porque la Historia nos determina a todos, incluso individualmente, y nos hace partícipes necesarios, eventualmente activos, de la miseria que tanto criticamos pero de la que, paradójicamente, incluso participamos cuando llega el caso. Puedo comprender perfectamente la amargura de los ilustrados españoles aquel tremendo lunes madrileño: la amargura por la incomprensión del populacho que se rebela contra el progreso (no muchos años más tarde, gritará aquello de «¡Vivan las caenas!») y la amargura por su propia suerte, que les llevará a la obligación de poner tierra de por medio para preservar incluso su vida.

La invasión francesa, por demás, no nos trajo la Ilustración; al contrario, supuso el expolio -o la simple destrucción- de una parte importantísima de nuestro patrimonio artístico -en manos de la Iglesia, claro, lo que fue el gran pretexto- hasta el punto de que las bestialidades de la FAI en esta materia, sólo fueron el chocolate del loro, sólo se practicaron sobre lo que los franceses ni se habían llevado ni habían incendiado. Las fuerzas de la Ilustración se comportaron, doscientos años antes, exactamente igual que los talibanes que cañonearon los budas. Y por lo mismo, por cierto…

Además de todo esto, la invasión francesa no trajo, por reacción, sino la definitiva carta de naturaleza en España del integrismo retrógrado más radical y el definitivo acomodo -por si antes no lo hubiera- de la Iglesia en el poder civil y la entronización del cabrón más grande descrito por nuestros libros de Historia. Una catástrofe. Una catástrofe que quizá se hubiera evitado si -como más de una vez ha clamado en sus artículos el propio Pérez-Reverte- los españoles hubiésemos imitado a los vecinos y hubiésemos guillotinado a Carlos IV y a la puta de María Luisa, y al Príncipe de Asturias lo hubiéramos ahorcado en cualquier árbol (entonces, en Madrid, había muchos). Después de todo, quién sabe si José I… Hombre, a los suecos no les ha ido tan mal con los Bernadotte.

La España de hoy es un producto de aquel aciago día y de sus consecuencias a medio plazo y, aunque ocasionalmente parece que hemos tenido tímidos intentos de derribar esos tremendos pirineos políticos, económicos, culturales y hasta mentales, nunca hemos llegado a consumar tales obras de rehabilitación nacional.

Y ahora que parecía que íbamos a conseguirlo -la duda aún persiste- me pregunto, viendo a esta desgraciada, patética y cutre Europa si vale la pena, si nos compensa.

Yo no lo tengo nada claro.

Calma chicha

En esa dulce confusión vacacional en la que no sabe uno ni el día de la semana en que vive hasta que no se detiene a pensarlo durante cinco o diez segundos, se mezclan también las noticias de nuestro entorno como en una macedonia. Estoy pasando unos pocos días en Moià (Bages, de momento) a ver si me disperso un poco de tanta carnaza aeroplumífera y me desintoxico de la porquería calzoncillera gozosamente finiquitada ayer, de la que ni me ha sido fácil sustraerme ni todos los intentos al respecto han tenido el éxito apetecido; y así y todo -vuelvo ahora a hablar de ambas cosas- va a ser difícil soslayar el largo rastro que durante estos días, tan faltos de noticias, va a continuar dejando. La única alegría es que pese a los éxitos del calzoncillismo español, no ha habido manifestaciones masivas del puto toro coñaquero; será que está de vacaciones. Quisiera, por mi parte, enviar una pletórica felicitación al calzoncillo atlético español, que tantos triunfos ha cosechado en esta ocasión, según parece (¿11 finales?), con un especial saludo al presidente federativo, una muy bien ganada medalla de oro en bocas, que es una especialidad en la que nuestros políticos brillan con luz propia y en la que, si fuera disciplina olímpica, serían imbatibles.

Pero, quiérase o no, las aguas van volviendo a su cauce y, después de comer -y de sestear un ratito-, me subo a la biblioteca, que tiene zona wifi, a ver qué anda ocurriendo por el mundo, por el mundo del conocimiento, al que yo hacía tranquilo como una balsa de aceite, pero no: la rapacidad apropiacionista, al igual que los enemigos de la civilización cristiana, no descansa jamás. Así que me dedico a ir navegando mientras con el rabillo del ojo me divierto viendo a tres arrapiezos -aparentan nueve o diez años- que andan dando mal con una videoconsola en miniatura, con la que, según parece, están midiéndole la parrilla costal a algún ignoto jugador en red ubicado en averigua qué parte del mundo. Vaya equipo forman los tres estos…

Me entero, primero, del alarde científico de la UIMP, la universidad predilecta del Gobierno -del Gobierno de turno- entregada al riguroso botafumeiro del amo y pagano. Veo a Carlosues demostrándo, por enésima vez, lo que cuesta el canon (a los que no hacen como él… o como yo). Enrique Dans nos obsequia hoy con un artículo que me invita a reflexionar sobre lo que él parece tener claro, a raíz de una decisión judicial muy curiosa que se ha producido en Nueva Zelanda, sobre cuyo acierto cabe discutir pero que se basa en razones que no son patochadas (como sucede algunas veces por aquí, sin ir más lejos). Sergio Montoro le lanza la caballería a Forbes -con toda la razón, desde luego- pero lo que me produce una cierta sensación de parestesia en el culo es la expresión esta de open source cuando se habla en castellano. Ya he vertido dicterios, sapos y culebras sobre ella, pero parece que habré de volver sobre los mismo un día de estos, cuando vuelva a reincorporarme a la guerra. El libro electrónico -y, concretamente, Kindle, vuelven a aparecer en mis sindicaciones: de la mano -nuevamente- de Enrique Dans, que se mantiene fiel a su línea primigenia de encontrarlo fantástico (de lo que es muy libre, ojo), y de Antonio Ortiz, que lo condena al fuego eterno (al Kindle, pero no al libro electrónico: coincido plenamente con él), ambos en el contexto del libro de texto (y perdón por la redundancia). Desde «Mangas Verdes», Manuel Almeida nos copia de algún otro sitio el método idóneo para convertirse en un blogger famoso: tomo muy buena nota.

Y poco más, o sea que agosto, ya decadente y en su última semana, todavía colea en su pereza reglamentaria; la misma a la que voy a seguirme entregando yo. Veremos cómo me las compongo para la paella de este jueves porque este marasmo pone bastante cruda la cuestión. De momento seguiré leyendo «Un día de cólera», el libro de Pérez-Reverte dedicado al Dos de Mayo, que he comenzado hoy y que mis suegros han tenido la gentileza, la habilidad y el acierto de obsequiarme con motivo de mi aniversario, que se celebró el pasado miércoles y que aún goza de su octava. Gentileza, por obvias razones; acierto porque es un libro ligero, que se lee en dos cagadas, muy apto para estos días de holganza total; y habilidad porque, con un libro en las manos -el que sea-, quedo como de cuerpo presente y, en lo demás, me ausento completamente, con lo que convendréis que es una muy elegante manera de librarse del yerno. Para la semana próxima en que -ya os lo aviso- desapareceré completamente, me preparo dos o tres lecturas pero ya espesas y enjundiosas. Os las glosaré a la vuelta.

De momento, mañana o pasado volveré a la biblioteca, a ver si encuentro algún pretexto para decir cuatro o cinco tonterías en «El Incordio». No me lo tengáis en cuenta, pero, a ver qué vida, es que no se menea nada de nada. Lo de la UIMP, ya lo comprenderéis, no va más allá, vaya banda… Y a ver mañana cuánto tardo en preguntarme qué día es hoy y cuánto tardo en encontrar la respuesta.

Qué marasmo, leñe…