Bueno, bueno, bueno… Parece que las cosas están viniendo a las nuestras. No donde es más urgente que vengan, porque el mando en tropa que tiene la camarilla del apropiacionismo en las instancia gubernamentales y parlamentarias es palmario, pero sí en lo implacable, en el mercado.
Hace años que venimos -muchos, muchísimos- pronosticando que el negocio del disco se hundiría no por la piratería, que nunca ha sido un verdadero problema y sí un clamor llorón y falsario del apropiacionismo para compelir a los gobiernos a un mayor proteccionismo, a mayores subvenciones, a cánones ilimitados y, en definitiva, a la consagración ad libitum de su poder y de su chollo sopabobesco, sino por las propias dinámicas de una sociedad cada vez más sumergida en lo digital. El disco, como tantas veces ha dicho Dans, es un chafarriñón del siglo pasado, una marranada tecnológica -a estas alturas de la película- y un artilugio batueco y patético de presencia sólo digna en un museo de antigüedades, como los pololos de la bisabuela. Hoy, por ejemplo, ya no se ve a nadie por la calle con un discman colgado de su cinturón y, si alguno saliera con ese trasto, sería mirado por sus conciudadanos como se mira a un hombre de Neanderthal.
Pero es que el disco supuso algo más que un soporte; fue un instrumento de dominio de una industria oligopólica. Instrumento de dominio del consumidor e instrumento de dominio de los autores. El disco (da igual, para el caso, que fuera el vinilo, la cinta magnetofónica o el disco compacto para lector láser) era un elemento material, de producción costosa y de distribución controlable y, de hecho, controlada. Por eso, una decena escasa de grandes industrias imponía su ley en el mercado, secundada por unos pocos centenares de marcas medianas y chiquititas que completaban los nichos de mercado que dejaban las grandes (obviamente, con el permiso de éstas).
Controlaban el mercado, pero también la cultura, teniendo en cuenta que también juegan en el asunto las productoras cinematográficas -misma marca, muy frecuentemente, que las discográficas- y su soporte, el DVD: no es que esas empresas fueran las únicas que podían llenarse los bolsillos, no era una simple -aunque jugosísima- cuestión de dinero, sino también de poder; estas empresas nos imponían, a través de la unidireccionalidad ideológica de sus contenidos, unas formas de vida, unas normas de comportamiento y hasta una manera de pensar (aquello que hemos dado en llamar «lo políticamente correcto») y, por ello, la dictadura de estas empresas alcanzaba a lo político y a lo social. Un perfecto círculo cerrado en cuyo interior sólo había -hay, todavía- unos pocos. Por eso digo que la piratería (la de verdad, el top manta) no les ha molestado nunca porque era un negocio residual, de perfil económico muy bajo, que, además, no les mermaba ni un gramo de ese poder porque hasta el top manta depende de él: obviamente, los negretes de las mantas venden copias pirata de lo que ha promocionado el oligopolio y no de otra cosa.
Estando así las cosas, la red tenía que ser su principal enemigo. No las redes P2P: ellos han sabido siempre que las redes P2P también responden, en lo que a la cuantificación masiva se refiere, a la imposición cultural del oligopolio y, aunque las descargas hayan causado un desmoronamiento de los beneficios económicos directos, es decir, los obtenidos mediante el suministro de contenidos -cine y música, principalmente- no han mermado ese poder político que les transfiere beneficios mucho más importantes -ingentes- por otro lado y ese lado es toda la ingente industria del consumo que promueven a través del dominio cultural. Gustosamente regalarían los contenidos -algunas marcas, Disney, por ejemplo, ya lo hacen- siendo como éstos son la garantía de enormes beneficios derivados de ese control cultural tan profundo como se ha descrito. Esa es la razón por la que siguen siendo poderosísimos y por la que controlan -mediante simple compra o,en su defecto, por extorsión- altas voluntades, altas jerarquías, muchísimos gobiernos y parlamentos y una infinidad de centros de poder grandes y pequeños.
La red, así, ampliamente entendida, tenía que ser forzosamente su enemigo porque en ella el libre debate y el libre intercambio, de contenidos, sí, pero también de ideas, de noticias, de recuerdos, de viviencias, hace que ese control cultural y, digámoslo claro, ideológico, del que disfrutaron durante la práctica totalidad del siglo XX (aunque, sobre todo, en su segunda mitad) se les vaya de las manos como arena entre los dedos.
Por eso intentan controlar directamente la red. Instaurando trazas que permiten el seguimiento de flujos ideológicos; cargándose la neutralidad en red, por ejemplo, podrán controlar esos flujos abaratando los deseables y encareciendo los que quieran restringir (la opinión seguirá siendo libre, pero, si no nos gusta, será más caro divulgarla) y hasta reservándose espacios de censura y de control directo con los pretextos más peregrinos, el más celebrado de los cuales es el terrorismo. Tengo ganas de pillar el libro sobre la doctrina del shock que acaba de publicar Naomi Klein porque creo que sus tiros van por ahí mismo. La neutralidad en red, en todo caso, y sépase de una vez, no es un problema de dinero -que también- sino, sobre todo, de libertades, de libertades básicas.
Decía que el P2P no les inquieta, en realidad, salvo en lo que se refiere a una parte quizá sensible pero no sustancial de sus enormes ingresos económicos; que les resulta rentable defender, desde luego -y lo hacen con toda la artillería de que disponen, que no es poca-, pero que no es crucial para su supervivencia y para el mantenimiento de su poder. Lo que sí les puede costar carísimo, lo que les puede costar nada menos que ese poder, es la independencia de los creadores, es el hecho de que los autores de contenidos puedan utilizar la red para puentearles y, lo que es peor, para puentearles en pie de igualdad. Ya no serán ellos quienes dirán «este sí, este no», sino que seremos nosotros, los destinatarios de su trabajo; que, además, unos por otros, rechazaremos muy poca cosa porque, en una población de miles de millones de personas, hay gustos para todos, para que todos salgan adelante con dignidad y hasta con holgura; incluso es posible que siga habiendo millonarios. Pero, claro, el problema de eso es que tanta diversidad impide ese control unívoco de la cultura y del pensamiento.
Dentro de lo mismo, pero bajando unos cuantos -no muchos- escalones está lo que parece el primer movimiento de algo por lo que también hemos clamado largamente los activistas de la red: la rebelión de los creadores contra sus explotadores (discográficas y sociedades de gestión pesetera de propiedad intelectual) y la alianza con sus seguidores, con su público, con sus clientes. Je, y funciona. Es que ya lo habíamos dicho.
Estos últimos días ha sido noticia, aparte del escándalo de las empresas paralelas (y ocultas) con las que la $GAE camufla el engaño sobre su insaciable ánimo de lucro, el enorme éxito de Radiohead logrado a base de colgar su música en la red y entregarla al precio que libremente quiera pagar su cliente (precio que incluye el 0, o sea nada), con lo que ha llegado a ganar una pastísima enorme en poco más de una semana, logrando, encima, que el equivalente de un disco se haya pagado -en ese régimen- a una media de 8 dólares, muchísimo más de lo que ingresaría con una discográfica a igual número de ventas (entendiendo como tales también las que ha regalado). Pero es que no son el único caso. Mucho más modestamente -pero también con un crecimiento asombroso- hay otras iniciativas colectivas de éxito. Supe esta misma semana, gracias a Barrapunto, de la existencia de Jamendo una web que soporta más de 5.000 discos virtuales bajo licencias gratuitas o incluso libres; y, encima, cuando, pletórico de entusiasmo, lo anoto en «El Incordio» y lo añado a mis enlaces, me entero, además, de que la noticia es vieja. Y también supimos estos días de la existencia de una iniciativa más reciente: el portal 127, también dedicado al servicio de contenidos libres o, cuando menos, gratuitos y divulgables. Por no hablar de otros, algunos de los cuales pueden verse en los enlaces de la sección «Contenidos copyleft» de esta misma bitácora, que, lo veo con creciente felicidad, se está quedando muy atrasada: es una sección con un futuro muy voluminoso cuya expansión en «El Incordio» no está, en absoluto, respondiendo a la realidad.
La noche de la ominosidad apropiacionista parece que va a llegando a su fin. Parece que los autores van detectando, cada vez en mayor número y cada vez con mayor claridad, quiénes somos realmente sus amigos y quienes sus enemigos. Lo dijimos. Lo dijimos muchos. Pero no somos -o no somos todos- una corporación de sabios clarividentes. Somos, sencillamente, gente que nos pusimos, simplemente, a mirar la red tal como era y a imaginar sus posibilidades inmensas.
Y, afortunadamente, no fuimos los únicos con imaginación.