De la serie: Los jueves, paella
Menos mal: volvieron los dos cooperantes secuestrados por la franquicia local de Al Qaeda en el Magreb en diciembre pasado, vivitos, coleando y bien de salud. Su liberación ha costado la libertad de un terrorista y una cantidad que, según dónde leas, oscila entre los 3,8 y los 8 millones de euros, cantidad que los cabrones esos no se van a gastar seguramente en chuches. Por cierto que -incidentalmente- me hace gracia estos cambios de moda en los denominaciones; hace unos no muchos años se sacaron de la manga lo de voluntarios (todo se llenó de voluntarios: las ONG, las instituciones -direcciones generales, institutos o agencias de la cosa-… parecía esto la División Azul) y ahora parece que lo que está en boga es lo de cooperantes. Bueno, no debe sorprender: vivimos la democracia del eufemismo y nos vamos superando a cada año que pasa. (El propio término ONG es un eufemismo: ¿Organización No Gubernamental? ¿Como el Banco de Santander, por ejemplo?).
Hace ya tiempo que estoy de vuelta en el tema de las ONG. Muchas de ellas son un refugio de vividores -puro producto de autoempleo basado en la explotación del sentimiento buenoide- y las más aparentemente serias pierden aceite por todas partes, empezando por Greenpeace que va desde perseguir a los transgénicos por todas las razones menos por las coherentes hasta la descarada alineación con la política municipal del achuntamén de Hereu (todavía alucino en colores cada vez que lo recuerdo), y terminando por Amnistía Internacional, que parece más preocupada por unos presos que por otros y con la que sólo mantengo un único hilo de colaboración -el único que, a estas alturas, me parece enteramente limpio y digno- que es el del activismo contra la pena de muerte (pero sin carnet y sin pagar cuota: simple aportación personal, sin más). Lo que no es esto, me parece verdadera purria, grandes consumidores compulsivos de subvenciones (en algunos casos, éstas parecen ser la única razón de su existencia), simples intermediarios en la pacificación de conciencias gilipollescas y maquinarias burocráticas atosigantes, redundantes e ineficientes que se comen más (mucho más) de lo que cocinan. Y aparte de eso -y no siempre sin que esas ONG tengan algo de culpa- con excesiva frecuencia la mitad de lo que cocinan se pierde por el camino y el resto llega en mal estado. Un desastre, vamos. La cantidad de dinero (enorme cantidad de dinero, en su mayor parte, público) que tragan las ONG sólo sería rentable si la ineficiencia, el despilfarro, la mala gestión e, incluso, en más de una ocasión, la corrupción, cotizaran en bolsa.
Por lo demás, me permito dudar de los motivos de fondo de muchos de estos voluntarios, cooperantes o como se llamen. No aludo a ninguno en concreto, pero sí a muchos en general. Detrás de tanta presunta abnegación y de tanto supuesto sacrificio equipado por Coronel Tapiocca (ya que sale el coronel, por cierto, recomiendo la lectura de este lúcido artículo de Arturo Pérez-Reverte sobre el particular), tengo la impresión de que hay muchísimo pijo aburrido de agencias de viaje, al que, desde que este país va sobrado de todo, el mundo se le ha quedado pequeño (¿Ribera Maya? ¿Trekking en el Nepal? ¡Puaj! Eso son ofertas low cost para viajes de novios de renta baja) y busca otra modalidad con la que epatar a los amigos pasándoles pogüerpoints en las soporíferas sobremesas de las cenas de los sábados de invierno. ¿Ves este negrito? Es un tutsi que pasa mucha ganita; menos mal que fuimos allí a llevarle unas latitas de anchoas y un par de bolígrafos, oye… Hasta tiene un nombre, la cosa: turismo solidario. Claro, cuando las cosas se tuercen, además del drama inherente (aunque que cada palo aguante su vela) la broma acaba costándonos una pastísima a todos los españoles, por no hablar de desafueros como el de liberar a un terrorista convicto. Con razón se queja Sarkozy, por más que en otros ámbitos él también lleve el calzoncillo cagado.
Tras el rocambole de estos dos últimos cooperantes, rescatados a precio de monarca cruzado inglés (joder, y sin robinjud que nos asista), parece que el Gobierno ha dicho basta y nuestro ínclito president ha dicho prou, que esto de las caravanas se tiene que acabar porque la cosa está peligrosa de veras y no está el país para sobresaltos. Llama la atención, además, que los pocos sectores serios y más o menos eficientes en esto del buenismo oenegero también se miran el asunto este de las caravanas solidarias de un modo bastante sarcástico. Por más que de cara a la galería se pongan serios, razonables y trascendentes, se les escapa la risa por debajo del bigote: que no, mire usted, que aquí lo único serio que cabe hacer es comer mierda día a día con los desesperados y estar allí ayudando, enseñando y arrimando el hombro, que eso de las caravanas solidarias está muy bien y queda muy fino, pero sirve para más bien poco, más allá de que unos cuantos -con camiones costosísimos y todo lujo de medios de alto standing que a ver quién habrá pagado- se dediquen a hacer fotos con sus relucientes Canon EOS con destino al pogüerpoint.
Todavía me parto de risa cuando recuerdo aquellas semanas previas a la invasión de Irak, cuando fueron para allá aquellos tontos del culo en plan escudo humano voluntario o cooperante (como si lo canalla que fue Bush hiciera menos canalla a Saddam Hussein) y adoptaron al nenín aquel como «escudo humano homologado por la Generalitat» a beneficio de los telenotícies de TV3. Como era menor de edad, los directivos de la cadena tuvieron que asegurar a su madre que volvería prontito y antes de que empezaran las hostias -como así fue- para que lo dejara ir. Menudo escudo humano de opereta de fiesta mayor…
Bueno, pues eso: si la gente esta persiste en sus caravanas solidarias y de los grandes expresos europeos, espero que, al menos, se hagan responsables de su propia suerte y dejen de dar por el culo al país y al bolsillo de sus ciudadanos, que entre desharrapados del Índico y desharrapados del desierto, parece que España sea el proveedor oficial de pasta a todos los hijos de la grandísima puta que campan por el tercer mundo.
Y ya vale.
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Leía el otro día un indignado artículo de «La Vanguardia» en el que su autor se hace eco de la carta de una lectora del medio y se rebota iracundo contra el hecho de que Millet y Montull, los saqueadores confesos del Palau, se hayan tirado un verano de sobrados, sin cortarse en absoluto, haciendo ostentación de los lujos más asiáticos que quepa imaginar.
Y al final del articulo reflexiona sobre la actitud de la gente que contempla -personalmente, en directo- esta ostentación sin dar la menor señal de la contrariedad que, por otra parte, debiera ser evidente que siente. Contra la deseable virtualidad de un montón de comensales levantándose al unísono pidiendo la cuenta y marchándose del restaurante al que los dos aludidos han llegado a ponerse las botas sin el menor pudor, la triste realidad de comentarios por lo bajini en plan mira quién está ahí sin que nadie se mueva un milímetro, sin el menor gesto de desagrado, con todo el mundo siguiendo ahí como si tal cosa.
Hablé sobre este tipo de cosas o de actitudes, sólo que con respecto a otro personaje, sobre el ya olvidado (¡qué corta es la memoria!) Farruquito. Le dediqué un tramo de paella -o quizá dos- hace ya tiempo y en un sentido parecido, poniendo de relieve la contradicción social entre un clamor que pedía el agravamiento de penas para casos como el suyo (ni que casos como aquel hubiera diez cada día) y unos teatros que se llenaron para aplaudirle a rabiar una vez fue puesto en libertad y reintegrado a su quehacer artístico.
Y decía entonces, y vuelvo a decir ahora, que el rechazo social es el castigo más importante que puede infligirse a este tipo de gente. El delicado equilibrio penal (un código penal bien hecho -y el nuestro lo era antes de que llegaran mil manazas a parchearlo por todos los lados- es auténtico funambulismo, es una verdadera expresión jurídica de equilibrio y de proporciones) impide penas de prisión superlativas y las previstas para casos generales -de los que los aludidos se apartan espectacularmente- siempre son muy inferiores al castigo que la sociedad exige para estos casos específicos.
Sin embargo, la sociedad es un arma en sí misma y todos lo sabemos, pero no sé por qué nos empeñamos en ignorarlo. Tres años de prisión no son lo suficientemente disuasorios como para que un caso Farruquito no pueda volver a repetirse; pero sí sería disuasorio el que Farruquito viera arruinado su futuro profesional y hubiera de dedicarse a otra cosa por el hecho de que los teatros estuviesen vacíos como muestra de rechazo y del desprecio generalizado al que su conducta le ha hecho acreedor. Por lo mismo, la riqueza no tiene sentido en medio del rechazo social. ¿De qué le serviría a Millet lo expoliado si en los restaurantes no le admitieran porque, de hacerlo, todos los demás comensales demandarían la cuenta y se marcharían inmediatamente? ¿De qué le serviría su dinero si no fuera invitado a fiestas, reuniones y demás actos sociales o si nadie asistiese a los por él convocados? ¿Disfrutaría de su dinero si nadie le dirigiera el saludo ni la palabra, ni siquiera en su propia escalera, si todo el mundo abandonase la piscina comunitaria a su sola presencia o la de alguno de sus familiares pringados en el caso Palau, si todo el mundo se diera de baja de las entidades en las que él fuera socio o miembro?
Contrariamente, como muy bien señala el articulista, somos los demás los que nos avergonzamos de exteriorizar nuestra contrariedad ante la presencia de estos individuos.
Seguimos -aunque en otro ámbito y en otras cuestiones- un poco en la línea del artículo de Pérez-Reverte enlazado más arriba: todo lo fiamos a los poderes públicos; pase lo que pase y por la causa que sea, siempre ha de venir el Estado a sacarnos las castañas del fuego, no importa qué casuística -o qué negligencia- nos hayan traído la contrariedad, el problema, la desgracia o la ruina. Ahora que tanto se habla -de manera estúpida, generalmente- de autodeterminación, somos menos autodeterminativos que nunca; nos creemos a salvo en un burbuja de seguridad que, cuando se rompe, aunque la hayamos pinchado nosotros mismos -como hicieron, vamos a ser claros, esos dos que nos ha costado un ojo de la cara y media dignidad devolver a casa sanos y salvos- nos deja como paralizados, como impotentes para auxiliarnos a nosotros mismos. Es como si, pese a tener las piernas en perfecto estado, nos autodeclaráramos inválidos y fuéramos incapaces de subir a casa si se estropeara el ascensor.
Con cierto tipo de delincuentes padecemos una especie de inexplicable síndrome de Estocolmo que nos hace verlos con simpatía tres minutos antes o tres minutos después de exigir para ellos en tono bronco poco menos que la cadena perpetua.
Es como si el sistema, ese cacareado sistema que algunos osan calificar de democrático, infamando con ello al concepto mismo de democracia, nos hubiera anulado a todos y nos hubiera trocado de ciudadanos en grandes tragaderas por lo que todo pasa, por lo que todo cabe. Parece no haber rueda de molino tan grande como para que no podamos comulgar con ella.
En resumen: que somos, en conjunto, un perfecto hatajo de mierdas.
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Una de las noticias -o conjunto de noticias- de este verano -de las serias, quiero decir- es el affaire Wikileaks y su combate desigual contra el Gobierno norteamericano, que empieza a entrar en el ámbito de lo estrambótico con el acoso judicial a su factótum so pretexto de presuntos -o impresumibles- delitos sexuales.
Todo el mundo parece celebrar la peripecia de Wikileaks; todo el mundo parece celebrar que Wikileaks haya dejado al Pentágono y a la CIA con el culo al aire merced a los documentos secretos -redonda y estrictamente secretos- que esa página ha aireado. Es fácil celebrar la contrariedad de los norteamericanos, no es que a mí el simple hecho de esa contrariedad me desagrade, pero no veo nada claro qué tiene este asunto de celebrable.
Por una parte, es cierto que a los ciudadanos se nos oculta o manipula mucha información a la que tenemos derecho, ocultación o manipulación que se realiza en interés de minorías o bien de partido o bien de influencia económica. Nunca podemos dar por buena una estadística importante (por ejemplo, las cifras del paro o del PIB se impugnan por falsas en muchos ámbitos, nuestro propio bolsillo y el deterioro de nuestros ahorros -quien los haya- saben que ese IPC al que todos debemos someternos para tantas cosas, no tiene la menor credibilidad, etc.) y nunca llegamos a saber cuántas tonterías y cuántas falsedades nos intoxican en informes que los políticos dicen utilizar para justificar su acción de gobierno, pero nosotros leemos y oímos cosas sobre el cambio climático, sobre la piratería intelectual, sobre los factores de la accidentalidad en carretera y sobre tantas otras cosas ante las que que los ciudadanos callamos y asentimos -temerosos de vulnerar algún ignoto y elíptico precepto de corrección política- pero que no acabamos de ver claras. Desde este punto de vista, viva Wikileaks y qué bien y qué bonito, enterarse de las verdades y poder cantar las del barquero al cabrón que nos estaba tomando el pelo a beneficio del partido, de la empresa o de la entidad de gestión.
Pero hay otro punto de vista, más allá de las marrullerías, de las torpezas y de la venalidad de los políticos: el secreto de Estado -el de verdad, el grave, el que incide sobre la seguridad material del mismo- es algo absolutamente necesario, incluso en algunas de las ocasiones (no en todas, por supuesto) en las que no es del todo justo. Es imposible gobernar dando a publicidad todos los pormenores de la acción de gobierno; hacerlo así, significaría tener que asumir un elevado número de víctimas en vete a saber qué conflictos o qué catástrofes. El secreto de Estado ha existido desde que existe Estado (o sus anteriores sucedáneos) y seguirá existiendo mientras exista -legítimo o ilegítimo- el poder. Y, repito, es necesario que así sea, siempre que se respeten unos límites.
Cuando Wikileaks asume la responsabilidad de ventilar documentación secreta, debería asumir también la de decidir qué documentación debe divulgarse para evitar tomaduras de pelo cívicamente intolerables y qué documentación debe mantenerse oculta para proteger a la ciudadanía (sobre todo en tantas ocasiones en las que el conocimiento concreto no supone ventaja alguna a la ciudadanía, ni como colectivo ni en sus individualidades y sí, en cambio, puede ser útil a quienes juegan contra esa ciudadanía, contra su país). Si Wikileaks no asume esa responsabilidad o, asumiéndola, no la ejerce correctamente, Wikileaks debiera desparecer porque es susceptible de causar grandes daños; muchísimos más, probablemente, de los que evita.
La divulgación por la divulgación, la consideración de que nada debe ser oculto a los ojos del público, es una barbaridad ética indiscutible y está perfectamente justificado que sea constitutiva de delito. Otra cosa son las impunidades interfronterizas, pero tengo muy claro que si Wikileaks divulga indiscriminadamente todo lo que le llega, debe ser cerrada y sus dirigentes sometidos a juicio.
Y al trullo, si es necesario.
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Damas, caballeros y militares sin graduación: terminamos así el mes de agosto en lo que a paellas se refiere, porque la próxima será septembrina, para el día 2 del mes en que se recibirá, a su final, al otoño. Un otoño improbable, desde luego, porque estamos pasando una segunda quincena de agosto, habitualmente fresca y tormentosa, con olas de calor que llegan como ráfagas de ametralladora. Por cierto que, tal como viene el calendario, en septiembre, pese a ser uno de los meses cortos (30 días) habrá cinco paellas, cinco.
No está nada mal… 🙂