De la serie: Los jueves, paella
Aunque no os lo esperábais (decid la verdad, pillines: no lo esperábais) y aunque de cena o de resopón (estoy empezando y no sé a qué hora terminaré), damas, caballeros, militares sin graduación, niños y niñas, nutrida legión de lectores… hoy, 25 de diciembre, día de Navidad, hay paella. Así que, hala, un eructito para limpiar los conductos con gas a presión, una copita de cava (de cava catalán, of course, rechace imitaciones) para echarle alegría al cuerpo, y vamos allá…
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Llevamos ya meses con un tema asaz recurrente: la telebasura. No es que se hable de la porquería televisiva desde hace sólo unos meses -de hecho, se habla desde los albores del género, allá por… ¡buf!- sino porque parece que despreciar la telebasura empieza a ser políticamente correcto y hasta puede llegar el día en que el hecho de que la televasile saque a un presidiario diciendo paridas a quinientos euros por minuto sea noticia equiparable a que tal otro mala bestia le rebane el cuello a la parienta, defenestre a la suegra, desplume al loro y lo ponga en el horno a 180, 30 minutos. A lo mejor, es hasta la propia televasile la que en un telediario se escandaliza de sí misma porque, con tal de suscitar audiencia, todo vale.
Sin embargo, mirando la cosa desde cierta distancia, tampoco veo que haya para tanto: a la gente basura hay que darle telebasura. Después de todo, no se pretenderá que un mogollón de analfabetos funcionales se lo pasen bomba con tertulias sobre filología germánica.
Ya sé, ya sé que es un argumento elitista y despectivo, pero si lo digo de esta otra manera veréis cómo es lo mismo y queda mucho más elegante y fino:
· Siendo n el número de personas que ven un programa basura a una determinada hora.
· Siendo m el número de personas que verían un programa inteligente y culto a esa misma hora
· Siendo x el volumen de ingresos publicitarios por televidente/anuncio a dicha hora
·Siendo y el volumen total de ingresos por publicidad a la hora de los cojones
y=(x*n)-(x*m)
Siendo así que x*m arroja un resultado prácticamente inapreciable, la cosa está clara: culebrón sudamericano, tomate, reality show (con la realidad previa y cuidadosamente fabricada), españaendirecto, etcétera. Los números cantan, señores, ya puedes llamar al respetable analfabeto o catedrático de semiología. Esto es lo que se llama «mercado», por si alguien no se había dado cuenta.
¿A que ahora ya no se queja nadie de mi presunto elitismo? Evidentemente: no hay como hablar en engominado para que todo resulte tan diáfano como elegante. Eppur si muove, que es lo que en definitiva interesa.
El factor determinante en los últimos tiempos reside, quizá, no tanto en el incremento de n, que tiende a mantenerse estancado en cifras altísimas sino en el desplome de m, que nunca había asumido cifras gloriosas y que, encima, ha desaparecido prácticamente de la audiencia televisiva.
¿Que ha pasado con el grupo m? Pues que ha ido encontrando alternativas. Estaban los libros, claro, pero de todos modos no todos los días y no a todas las horas (y menos a las mismas de cada día) tiene uno humor para leer, así que cuando el libro no apetecía, se ponía la tele y se miraban los documentales de la 2 (o eso decía todo el mundo). Pero llegó la red y la red está llena de cosas. En ella, uno puede hacer activismo en Greenpeace o en la AI, charlar con el viejo compañero de cole, chatear con una marujita de Barranquilla (pongamos por caso), buscar datos para la tesis doctoral, intercambiar opiniones con el colega de otra empresa -sin que se enteren los jefes de ambos, lo que le da mucho más morbo a la cosa-, pelársela con los contenidos de una página porno, ver la grabación de una parida… incluso los más excéntricos podrían bajarse un disco del tal Ramoncín de una red de intercambio. Aunque, más que de excéntricos sería cosa de hackers de alto nivel, porque encontrar cosas del Ramoncín en las redes P2P es más difícil -y menos rentable- que acertar seis en la primitiva, pero en fin…
Evidentemente, a medida que los adeptos a contenidos con un cierto nivel (sin exagerar: la tele jamás, ni siquiera en épocas fundacionales -recuérdese «Reina por un día», por ejemplo-, ha destacado por la calidad de su programación) han ido disminuyendo, se han ido rellenando sus ya de por sí escasos espacios con más porquería cagarrínica.
Lo que lleva a una conclusión no por inhabitual menos cierta: que la televisión vaya siendo más asquerosa a cada día que pasa es una buena señal. Significa que se la van quedando en solitario los petardos para los que ha sido diseñada -y, bueno, también para los futboleros, en la sorprendente medida en que no sean lo mismo- y que, por tanto, la calidad y la inteligencia hay que irla a buscar a otros sitios, como ya hacemos muchísimos.
Veámoslo desde una óptica positiva: cada medio compartimenta perfecta y exactamente a sus usuarios y así sabemos todos a qué atenernos.
Hoy, por ejemplo, termina «Caçadors de bolets» en TV3. Bueno pues, por mí, ya podrían suprimir la tele hasta los jueves del próximo octubre. Poca cosa me perdería.
Y ya soy generoso admitiendo que… quizá… me perdería… algo.
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Hombre, y hablando de estas cosas, esto me trae a la memoria el invento de los puticlubs barceloneses. No, no es que el alcalde de Barcelona haya inventado puticlubs específicos para nuestra ciudad (lo que, con sus ideas de bombero como la del abeto, quizá no sería del todo descartable si no fuera políticamente incorrectísimo), pero por ahí le anda.
Un día, los del achuntamén no debían tener nada mejor que hacer y, por aquello de pasar el rato, debieron decir: «¡Hombre! Vamos a proteger los virginales espíritus de niños, jóvenes, gentes de orden y ciudadanos bienpensantes». Y en vez de quitarse ellos de enmedio -que hubiera sido lo óptimo a tal fin- decidieron tocar los cojones (no sé si apropiadamente dicho o no) a los bares de camarutas. Y de camarutes, no vayamos a olvidarnos de nadie. De camarutos no me consta su existencia, pero nada es descartable.
Total –prengui nota, Rudrígues– que pergeñaron una ordenanza que se lo ponía a los puticlubs muy, pero que muy crudo. Les obligaba, entre otras cosas, a guardar una distancia de 200 metros de los centros educativos. Quedémonos ahí, de momento.
Cuando yo iba al cole -años 60, ya ha llovido- teníamos una de estas casas de lenocinio en formato de bar a setenta metros del centro (más otras dos o tres que había algo más lejos, pero no 200 metros más lejos, ni mucho menos: era la España del hambre sexual, una vez más o menos satisfecha la otra). Nuestros muy púdicos padres -recordemos que eran épocas de mucha misa- jamás nos explicaron con claridad qué era aquello, pero su evidente embarazo ante las preguntas y otras señales como la morfología externa del local -cerrado, cerradísimo, al contrario que los bares comunes, abiertos a los cuatro vientos- y la roja -ups, perdón: colorada– penumbra que se adivinaba en su interior cada vez que se abría la puerta para que entrara o saliera alguien, nos llevó a la conclusión tan obvia como acertada. Como éramos simples arrapiezos de ciudad, no llegábamos al extremo de correr a pedradas a las pobres putas como parece que se hacía en algunos pueblos pero, bueno, siempre se podía abrir la puerta por sorpresa y soltarles una barbaridad o echarles una bomba fétida para, a continuación, salir pitando (en nuestra inocencia, ignorábamos nuestra total impunidad: si hubiera habido el menor escándalo, hubieran sido acreedoras, las desdichadas, a una quincena de las de la Ley de Vagos y Maleantes, es decir, a una condena ejecutiva -no judicial: dictada por el gobernador civil- de quince días en el trullo; así eran los tiempos). Alguno más osado -y bastante más bestia- llegó a meterles un petardo de los llamados de mecha, de esos que hoy utilizan los futboleros para romperle los cristales al vecino cada vez que su puto equipo mete un gol.
Con toda esa batallita de película española de posguerra vengo a decir que, hombre, si los chavales de los años 60 ya estábamos curados de espantos -si tal puede decirse- pretender proteger a los niños de hoy de similares fenómenos es o tomarlos por gilipollas o ser un perfecto ídem. ¿O quizá cabe admitir la tercera posibilidad, es decir, la de que los niños de hoy día sean perfectos gilipollas? Como he dicho antes, nada es descartable.
Pero sigamos con la brillante norma antiputera. Lo de los 200 metros de carencia era también aplicable a los propios locales entre sí. La fina y elevada inteligentsia municipal hubiera logrado -si la norma hubiera funcionado, que tot seguit veremos que no- dispersar el problema por toooooooda la ciudad, en vez de concentrarlo en una pequeña serie de puntos muy concretos. Sí, señor, así se pisa: para evitar unos pocos mini-barrios rojos, convertimos la ciudad entera en una inmensa casa de putas.
Esto aparte, prohibía que los locales fueran colindantes con viviendas y, finalmente, les obligaba a guardar una serie de condiciones draconianas en materia de higiene y seguridad. Eso, en sí mismo no es malo, lo malo era la retroactividad del asunto y viceversa. Lo de la viceversa también lo veremos unos párrafos más abajo.
En otras palabras: todos los puticlubs de Barcelona tenían de plazo hasta dentro de unos días, antes del 19 de enero de 2009, para adaptarse a la normativa. ¿Y qué ha ocurrido? Pues que los tales locales se la han pasado por el culo -quizá forme parte de su especialidad en algún caso-, porque, en los cuatro años de vigencia de la norma, de los 300 establecimientos afectados, sólo 60 presentaron solicitud de licencia bajo los nuevos requisitos y sólo 25 la han obtenido.
Los chicos listos del achuntamén se han dado cuenta de que dentro de veinte días tendrían que chapar nada menos que 275 locales, lo cual quiere decir, así, de buenas a primeras, 275 contratos de alquiler -algunos de importante monto mensual- a tomar por el culo (¿cuántos cuñados implicados en el perjuicio?) y averigua cuántas prostitutas impelidas a ejercer en la calle o en locales alegales (pisos de relax y otros inventos). Eso por no hablar del escándalo ciudadano y mediático que hubiera implicado esa suerte de ley de la bragueta seca, porque el gremio en cuestión es de los que la arman gorda. Hombre, aún nos hubiéramos reído este mes de enero.
Ante tal evidencia, el Hereu se la envaina. Pero en vez de envainársela por las buenas, lo que hace el tío es levantar -de hecho- la retroactividad del asunto. Bueno, vale, lo que ya está así, que se quede así y la ordenanza antiputeril quedará vigente para los locales que vayan a abrirse por primera vez a partir de ahora. Genial, el chico. Porque lo que acaba de hacer nuestro héroe es perpetuar los locales existentes que, cuando menos en mi percepción, iban a la baja, porque pocos nuevos se iban abriendo y, de hecho, eran bastantes los que iban cerrando. Si de verdad quería ir liquidando estos locales, no tenía nada más que ordenar a los técnicos municipales y, sobre todo, a los bomberos, que hicieran interpretaciones férreas de la normativa común e imposibilitaran de hecho la apertura de locales nuevos. Aunque algún que otro contencioso se hubiera perdido, las dificultades hubieran desanimado a la mayoría de candidatos a instalar un kiosko de esos. Quizá, si en vez de estar a lo que le dicen los memos de la maquinaria del partido, hubiera preguntado a los muchos y buenos funcionarios que pueblan toda la jodida administración municipal, hubiera llegado a una solución tan sencilla como esa. En cambio, acaba de conferir un valor de traspaso acojonante a los locales que quedan; si alguno estaba pensando en cerrar, aguantará mecha ahora hasta que venga cualquier mafia, obviamente forrada de pasta negra, a pagarle un montón de miles en concepto de traspaso. Un buen montón. Nuestro poncio acaba de inyectar en los puticlubs un valor especulativo que antes no tenían y contribuirá a su enquistamiento per in saecula saeculorum.
Esto pasa, por supuesto, por el bajo nivel de los políticos, que tienden a creer que todo el monte es orégano y que su simbólico bastón de mando es como la vara de Moisés, que no tienen nada más que golpear con él para que la realidad se pliegue a sus designios. Pero la realidad, como sabe todo político de fuste y no cualquier subproducto de los tristes estratos del partido, tiene dinámicas propias y tiende a utilizar el boletín oficial correspondiente como papel higiénico cuando lo que se escribe en él son perfectas tonterías.
Y esto pasa también por la hipocresía y por la estupidez con que se está tratando el tema de la prostitución. Hay que comprender, desde luego, que es un tema complicado, porque entran en conflicto (tan en conflicto como dos locomotoras de cincuenta toneladas chocando de frente a 150 kilómetros por hora cada una) conceptos difíciles y graves: la dignidad humana (generalmente, de la mujer), por una parte, y el derecho al propio cuerpo (que también es este) y la libertad sexual (que incluye la de su comercio), por otro. Es realmente difícil enfocar el tema en cualquier sentido sin ser objeto de las iras de las feminorras o de los chupacirios y, desde luego, sea cual sea el sentido en el que se incline la balanza, dejará en la cuneta daños colaterales de importancia. Por esta razón, pasan los partidos, pasan incluso los regímenes, y la prostitución goza/sufre una situación de alegalidad a la que no cabe ver ventaja alguna salvo la de mantener la tranquila apariencia de la superficie de las aguas, aunque por debajo haya más mierda que en el palo de un gallinero.
Bien, esto es una realidad. Habría que meterle mano en serio a esa realidad y nadie lo hace, pero tampoco nadie parece tener la fórmula mágica que resuelva el problema. Mal está, pues, dejar las cosas como están. Pero peor -y más estúpido aún- es revolver la mierda sin finalidad alguna, simplemente para hacer el niño bonito de cara a no sé qué galería, andar haciendo el perro del hortelano y metiendo maraña de forma absolutamente innecesaria, nociva y contraproducente.
Que es, justamente, lo que ha hecho el achuntamén. Ya le vale.
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Bien, pues hala, ya está hecha la paella. Dos temas en vez de tres, como es habitual, pero con el segundo se me ha ido la extensión: ya dicen que el asunto de la jodienda no tiene enmienda.
En todo caso, yo ya he cumplido: dije que no os tendría dos semanas seguidas sin paella y aquí la tenéis. Esto me absuelve de todo crimen si la próxima semana os dejo sin ella pero… voy a intentarlo ¿de acuerdo? No prometo nada, pero voy a intentar inaugurar el año 2009 con una paella. Hasta me hace ilusión, hombre, aprovechando que el día 1 de enero es, precisamente, jueves.
O sea que, si nos vemos tal día, nos vemos, y si no, que empecéis el año de la mejor manera posible y, como suele decirse en las felicitaciones analfabetas, que os traiga toda suerte de venturas. Aunque con la que está cayendo y con la que dicen que va a caer… Claro que siempre nos queda el consuelo de pensar que los que pronostican negros tiempos son los mismos que tenían tan claro que los crecimientos exponenciales no iban a acabarse nunca.
Un abrazo a todos.