Archivo mensual: abril 2008

Magufos y usureros

Me vengo divirtiendo, desde hace unos días, con el pánico que se apodera de magufos, esotéricos, adivinadores y otros especímenes similares, otros que, aunque de otra manera que los clientes habituales de esta bitácora pero con no menos alevosía y no menos folklore, también viven de la sopa boba y del cuento. Son presas del pánico porque una directiva europea -de aplicación obligatoria, pues, para todos los estados de la Unión-, la 2005/29/EC entra en vigor. Esta directiva facilita la reclamación administrativa y judicial contra todos aquellos servicios que no cumplan lo que prometen, es decir, que obligará a los pájaros estos a poner en sus anuncios y en sus chiringuitos un aviso bien visible que advierta a sus clientes que lo suyo es puro entretenimiento (o sea, cuento, ya digo) y que no esperen resultado alguno de dichos… servicios; de lo contrario, se verán obligados a probar, si se les demanda, la realidad palpable de lo que, falsariamente, prometen.

Digo que me estaba divirtiendo porque leía que toda esa chusma bulle de indignación y ha protestado contra esa medida alegando que ellos forman parte de creencias religiosas y, por tanto, no pueden verse bajo los efectos de esta norma. Algunos medios británicos le han echado coña marinera a la cuestión preguntándose cómo esta peña de adivinadores y de videntes del tres al cuarto no supo predecir que esto iba a ocurrirles.

Y es que hasta ahora, cuando alguien se sentía defraudado por esa gentuza y acudía a los tribunales, los jueces se inclinaban por la absolución del magufo considerando que su engaño era tan evidente que sólo habría podido tener efecto ante una credulidad tremenda por parte de la víctima, una credulidad que, forzosamente, habría de tener origen en una cierta voluntad. En resumen, los jueces venían a decir que te lo creíste porque te lo quisiste creer; es decir, creerse las cosas porque uno quiere que sean según su ideal y renuncia -a sabiendas- a un análisis objetivo de la realidad que está al alcance de todos los cocientes mentales capacitados para otorgar unos poderes a pleitos. O, dicho de otra manera, una inteligencia normal, por más que baja, no puede creerse que el timador de turno le va a poner en contacto con Napoleón Bonaparte, porque hasta la ignorancia más abyecta es consciente de que los muertos no resucitan -y menos por encargo- y de que los fantasmas no existen; cuando uno encarga a un comediante de esos que le haga venir a Napoleón Bonaparte, es o bien porque tiene ganas de cachondeo, o bien porque le ha pegado demasiado al frasco, o bien porque es un orate que, en puridad no podría dirigir su vida sin la ayuda de un curador y, por tanto, notoriamente incapaz para interponer el pleito en cuestión.

Precisamente Ricardo Campo se queja de esta proclividad judicial a la absolución en su bitácora «Loh mihterioh de la siensia» y por ello celebra la directiva. Yo también la he celebrado, pero -en lo que respecta a los magufos- porque me encanta que les toquen los cojones a ese gremio infecto. Incluso he firmado para que la transposición a la normativa española de la directiva sea clara, incisiva y, sobre todo urgente (si los magufos te caen igual de bien que a mí, puedes firmar aquí). En lo que respecta al consumidor, la verdad es que yo celebraba la directiva por lo que tiene de protección a los consumidores en general, no a los atontados clientes de la peña esotérica. La verdad es que, hasta hace poco, éstos me infundían poca pena -menos aún que respeto- y estaba completamente de acuerdo con el tenor de las consideraciones judiciales precitadas.

Pero he cambiado de idea. ¿Por qué? Pues porque este mismo fenómeno de creerse antes uno lo que quiere creer que lo que es racional, lo he visto en otro campo más asequible a mi comprensión: el de la estafa por medio de la usura. Es ahora un tema recurrente en estos tiempos de negros presagios de morosidad y ruina para muchos, quizá para muchos más de lo que se está diciendo. Los bancos no dan cuartelillo, las deudas vencen, se contrajeron con una cierta alegría (¡ay, esas realidades que se fabrica uno a gusto de sí mismo..!) y ahora los tipos de interés se nos llevan por delante y resulta que el patrimonio, a su valor actual -que se ha caído- no llega a cubrir la deuda ni la retirada. La desesperación -mala consejera- es campo abonado para unos hijos de puta que prometen un fácil y rápido arreglo; algo caro, sí, pero el problema lo tengo ahora y es una mala racha, dento de un año, todos en yate. Y aquí, el único que va en yate es el usurero. Lección para mis hijas: los bancos son unas instituciones dañinas y nefastas, pero viven de prestar pasta (déjate de chistecitos de que te dan paraguas en días de sol) y nadie, lo que se dice nadie, te va a prestar pasta si no te la presta un banco… a menos que haya gato encerrado. No eres más solvente para el cabrón del usurero que para el banco: si el usurero dice que te presta pasta donde el banco no, ojo al cerrojo, te está llevando al huerto. Sin embargo, después de la visita al abogado del banco, todo es depresión alrededor de uno y se agarraría a un clavo ardiendo, aunque vea claro -pero no quiera ver- que hay fuego, pero ni siquiera clavo: te vas a quemar y vas a seguir cayendo con aún mayor dolor que antes. Cuando tu desesperación esté al límite, aparecerá el perro asqueroso que te ofrecerá una tabla de salvación en una mano… pero te clavará una brutal puñalada con la otra.

He visto esos días reportajes televisivos y he escuchado programas de radio sobre el tema. Mucha gente, todos ellos con la congoja en la voz, lágrimas en los ojos y, en no pocos casos, con el llanto de la desesperación más incontenible han contado cómo les habían liado esos cerdos inmundos. De una manera absurda: ¿cómo habían podido caer en una trampa tan burda de una manera tan estúpida? Además, no se les veía gente tan inculta, muchos de ellos parecían tener una cierta formación. La desesperación, no es otra cosa. La desesperación es la que pinta de color de rosa el cagallón más infecto.

Y por ello pienso que también en lo afectivo puede haber desesperados. Despues de todo… ¿no es la religión un modo irracional de negar la muerte, sabiendo como sabemos todos que la muerte es irremediable? No todo el mundo ha podido adquirir la cultura necesaria para analizar racionalmente las cosas, más allá de los mitos y de las falsas creencias -generalmente imbuidas como un imborrable marchamo educativo mamado desde la cuna- que enturbian las realidades. En la desesperación por la muerte del ser más querido… ¿y si eso del espiritismo consiguiera traerlo? En la duda angustiosa sobre lo que debo hacer mañana, cuando me jugaré mi futuro… ¿y si el vidente ese lo supiera? Arriesgar mis ahorros en ese negocio que podría salir tan bien o dejarme en la ruina… ¿y si las cartas esas..? No, ya, ya sé que es imposible pero… ¿qué puedo perder? ¿Qué puedo perder firmando ese contrato que me obliga a devolver 60.000 euros dentro de un año (y lo que no te has leído, incauto) si me van a dar 18.000 ahora mismo y puedo levantar el embargo del banco que es para mañana mismo? (a muchos, ni siquiera les han dado los 18.000 tras haber firmado un quintal de papeles llenos de compromisos espantosos).

Y tras cada «¿qué puedo perder?» se agazapa una mala bestia dispuesta, en el mejor de los casos, a timar al que duda; en el peor, a causarle la ruina absoluta.

Déjate, déjate. Bienvenida sea la 2005/29/EC

Sumario a voces

Una juez ha prohibido a un medio, concretamente a «El Periódico» (y parece que también a otros) que informe sobre un determnado crimen, un crimen que, por sus características de premeditación, planificación y ejecución, reviste un verdadero interés, mucho más allá de lo morboso. En otras palabras, es un hecho noticiable de libro, incluso sin amarillismos, porque el asesinato en frío y con meticuloso cálculo, la pretensión del crimen perfecto, siempre llama la atención, y la prueba es que la novela de misterio siempre se ha vendido bien, incluso cuando su calidad literaria ha dejado mucho que desear.

Subsiguiente y consecuentemente, el entorno profesional del periodismo se ha rebotado contra la medida judicial y la siniestra sombra de la censura asoma sobre la cuestión.

Pero esta vez no lo veo yo tan claro. La libertad de expresión tiene unos límites, ciertamente muy lejanos y muy restringidos, pero los tiene; uno de ellos es la necesidad de discreción en una investigación criminal; y en el caso que nos ocupa, delicadísimo, precisamente por el escrupuloso cálculo con el que la presunta asesina planificó el crimen, la necesidad de que los investigadores trabajen sin presión mediática y sin que filtraciones inoportunas les ensucien o incluso echen a perder las pruebas, parece más que evidente y justificada.

Porque el problema es que aquí estamos acostumbrados a todo lo contrario, a que, en materia de secretos sumariales, los juzgados parezcan verdaderas casas de putas donde cualquiera, en cualquier nivel funcionarial, puede, con toda impunidad, vender información a folios llenos y salirse de rositas. Nunca he sabido de expedientes disciplinarios por esta cuestión y soy de los más calurosos partidarios de que se haga un escarmiento y de que a unos cuantos se les eche a patadas de la función pública. En el caso concreto, Mayka Navarro, la periodista que ha informado sobre el tema, se ha negado a revelar sus fuentes; no se lo reprocho, cuidado, el secreto profesional es sagrado, pero, con indemnidad de éste, sería muy bueno que se llegara a averiguar quién ha sido el funcionario desleal (o quienes: es fácil que sea más de uno) y caiga sobre él todo el peso de la separación a divinis del servicio. La imagen cochambrosa, bananera y mordidera que unos cuantos funcionarios venales -que tal parece haber, cuando menos uno, en prácticamente todos los juzgados, porque no hay secreto sumarial que resista la primera edición- es absolutamente intolerable. Ya sabemos que los funcionarios de la Administración de Justicia están mal pagados; como todos los funcionarios, por otra parte, a ver si alguien se cree que los de las demás administraciones nadamos en pasta cada primero de mes; pero eso no justifica esta situación de filtración permanente de datos. Situación de filtración que no se da, ni de lejos, en las demás instancias administrativas del país; y no sólo no se da sino que, además, cuando se produce algún caso, se monta un escándalo de mucho cuidado, como debe ser. La razón por la que ese escándalo, esa alarma social, no se da cuando la filtración se produce en la Administración de Justicia, es un misterio. Y ojo, que no pretendo decir, para nada, que todos ni la mayoría de los funcionarios de Justicia sean unos corruptos. En absoluto. Vivo en el pleno convencimiento de que, en su inmensa mayoría, son excelentes y probos trabajadores que, obligados a desarrollar su labor con unos medios cochambrosos (y decir «cochambrosos» es decir poco muchas veces), sostienen a golpe de pura profesionalidad todo el tinglado. Pero las ovejas negras -que también está fuera de duda que las hay- están demasiado repartidas y acaban de cargarse la de por sí no muy gloriosa imagen que ya viene teniendo la Justicia desde hace unos años.

Y dicho esto, también harían bien los colegios de abogados metiendo en cintura a sus parroquianos, porque no todas las culpas son siempre de los funcionarios; hay letrados -tan obligados como cualquiera al secreto sumarial- que tienen la boca más grande que la toga y que también filtran que te cagas.

Culpables asimismo los propios medios, que deberían autorregularse y pasan olímpicamente de hacerlo; además, por supuesto, de abandonar ciertas prácticas que fomentan la corrupción. Todo por la pasta. La libertad es, en primer término, un ejercicio de responsabilidad, como ellos mismos predican, falsariamente. En este caso, por lo demás, no había una razón de urgencia -como quizá hubiera podido haberla si el crimen afectara, por ejemplo, a la salud pública- que justificara de algún modo no esperar a que la magistrada levantara el secreto del sumario. Ya sabemos que la prensa de árboles muertos está angustiada por su contínuo descenso de las ventas, pero la presión del consejo de administración no justifica el desafuero.

Pese a que cualquier tipo de censura me ha tenido y me tendrá siempre enfrente, aplaudo en esta ocasión -y en cualesquiera otras similares- la decisión de la juez, lamentando, en todo caso -y mucho- que el silencio mediático ante materias sometidas al secreto sumarial deba ser el resultado de una imposición expresa por parte de un magistrado y no de la falta de información causada por la necesaria, deseable y exigible discreción de funcionarios y de letrados intervinientes.

Triste, muy triste.

Grasuza

¿Cómo puede ser que un ministro como Soria gestione tan mal una alarma alimentaria?

Es la pregunta que se hacen muchos españoles, sobre todo teniendo en cuenta que Bernat Soria no es un Dixie cualquiera y que es un científico de sólida reputación aunque algunos le hayan buscado tres pies al curriculum.

La explicación es muy clara: porque la alarma alimentaria -el aceite de girasol, recordemos- le ha pillado a contrapié. Hemos de tener en cuenta que hemos conocido el problema del aceite ucraniano gracias a que Francia, que descubrió el pastel, dio la alarma a nivel europeo. De otro modo, podemos tener por seguro que aquí se hubiera guardado un espeso silencio. El clan grasiento es poderosísimo, y ni siquiera predomina contra él la hipersensibilidad que desarrolla un país que se vio sacudido por algo tan poco claro (no me creo la sentencia, lo siento) como la intoxicación tremenda que se atribuyó a la grasa de colza. Fuera cual fuera la realidad, lo cierto es que quedará para la historia y para la llaga ciudadana que aquel horror -muertos, lesiones crónicas espantosas…- fue causado por el aceite de colza desnaturalizado.

De ahí, de las tensiones causadas entre los telefonazos de los lobbys interesados y los de una prensa olfateando sangre de escándalo gordo, salió el baile del ministro: un, dos, tres, un pasito p’alante, María… Ahora voy, ahora vuelvo, fue el aceite, no lo fue, reclamaciones al maestro armero. Igual que en las fugas radiactivas de las centrales nucleares, tranquilos, que todo está bajo control y en la próxima verbena no vais a necesitar farolillos.

La prueba está clara: el ministerio se niega a dar la lista de las marcas sucias, una lista reiteradamente exigida por las asociaciones de consumidores, y se niega al modo numantino, con ministro que se cabrea (ea, ea, ea) cuando en las ruedas de prensa se aprieta sobre la cuestión y con Félix Lobo, el acólito de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria, que no está ahí, olé sus cojones, para satisfacer curiosidades de periodistas. El ministro, más sibilino pero con el plumero bien visible, responde que esa lista negra «tardaría semanas». No así la blanca (aunque vete a saber) que está desde ya a disposición del público comprante, lista blanca en la que, previsiblemente, estarán todas las marcas afectas al tinglado.

Fíate de estos y de su preocupación por nuestra salud y no corras, no. Luego, cuando los hospitales estén abarrotados con síndromes rarísimos y unos cuantos hayan ido al cementerio, se pasarán meses echando cortinas de humo y colgándoles el muerto a cuatro pringados que no tenían los papeles de importación en regla y a un funcionario -un ordenanza ya sirve- que asegure el pago de las indemnizaciones por la vía de la responsabilidad civil subsidiaria de la Administración pública (o sea, de nosotros todos).

Como la otra vez. Como en el tocomocho.

Un bug garrafal

Ubuntu 8.04 LTS instalado y funcionando a la casi perfección durante toda la tarde.

¡Alto! ¿He dicho casi? ¿No va todo bien?

No, mmmm… he detectado un problema enorme, gravísimo, espantoso… Firefox funciona, tal como queda instalado, sin paquete lingüístico español de España (es-ES), y tira con el paquete español de Argentina (es-AR).

No he notado ninguna diferencia, pero por si a Firefox le da por cantar «La Cumparsita» a altas horas de la mañana noche y me despierta a la familia, me ha costado exactamente cuatro segundos -gracias a estar suscrito a las feed de Planet Ubuntu-dar con la solución.

Un fallo tremendo de Ubuntu. El Guillermito se pondrá ahora lírico sobre la tremenda falta de fiabilidad de Linux.

Qué baldón, Dios mío, qué baldón…

😉

Ubuntu again

El jueves pasado se dio el pistoletazo de salida a la versión 8.04 LTS Hardy Heron de Ubuntu. Una de las ventajas de ser ubuntero, sobre las no pocas de ser linuxero, es que no paras de recibir alegrías y, con Ubuntu, las alegrías son, cronológicamente, a piñón fijo: cada seis meses, versión nueva; y apenas acabas de descubrirle sus nuevas virguerías, patam, versión nueva otra vez. Es que no te lo acabas. Y eso yo, que sólo me dedico a las versiones finales y paso de alfas y de betas; porque me parece que ya hay gente trasteando los balbuceos de la 8.10, la que disfrutaremos en octubre.

Mañana, pues, actualizaré mi sistema y pasaré una estupenda tarde disfrutando de sus novedades más notorias. Y, a partir de ahí, me esperan días y semanas apasionantes de ir descubriendo todas las maravillas menos aparentes, pero ciertas e importantes, que se han ido incorporando a la nueva versión.

Mientras tanto, los que seguís con el trasto infecto ese, con Window$, sobre todo (¡juas!) los que andáis empantanados con ese pastel del Vi$ta, pues nada, que os vaya bien, no os paséis con el «Tranxilium», pensad que la salud y la familia son lo primero, seguid regalando pasta alegremente, buena señal, eso es que vais sobrados pese a la crisis que tenemos encima, no sabéis cuánto me alegro (de que vayáis sobrados, no de la crisis) y los que no podéis con la hipoteca, pues nada, pedidle una ayudita al Guillermito, a ver si os la da. Yo, con aquella alegría valleinclanesca que me caracteriza, me descojono y me recreo en vuestros cuelgues, en vuestros virus y en vuestros cagamentos.

Me voy a tomar unas copas con Enjuto en tanto que unos virus que no me afectan y unos antivirus que os cuestan una pasta al año se ríen de vosotros mientras os esquilman y os revientan.

A seguir bien.