Me vengo divirtiendo, desde hace unos días, con el pánico que se apodera de magufos, esotéricos, adivinadores y otros especímenes similares, otros que, aunque de otra manera que los clientes habituales de esta bitácora pero con no menos alevosía y no menos folklore, también viven de la sopa boba y del cuento. Son presas del pánico porque una directiva europea -de aplicación obligatoria, pues, para todos los estados de la Unión-, la 2005/29/EC entra en vigor. Esta directiva facilita la reclamación administrativa y judicial contra todos aquellos servicios que no cumplan lo que prometen, es decir, que obligará a los pájaros estos a poner en sus anuncios y en sus chiringuitos un aviso bien visible que advierta a sus clientes que lo suyo es puro entretenimiento (o sea, cuento, ya digo) y que no esperen resultado alguno de dichos… servicios; de lo contrario, se verán obligados a probar, si se les demanda, la realidad palpable de lo que, falsariamente, prometen.
Digo que me estaba divirtiendo porque leía que toda esa chusma bulle de indignación y ha protestado contra esa medida alegando que ellos forman parte de creencias religiosas y, por tanto, no pueden verse bajo los efectos de esta norma. Algunos medios británicos le han echado coña marinera a la cuestión preguntándose cómo esta peña de adivinadores y de videntes del tres al cuarto no supo predecir que esto iba a ocurrirles.
Y es que hasta ahora, cuando alguien se sentía defraudado por esa gentuza y acudía a los tribunales, los jueces se inclinaban por la absolución del magufo considerando que su engaño era tan evidente que sólo habría podido tener efecto ante una credulidad tremenda por parte de la víctima, una credulidad que, forzosamente, habría de tener origen en una cierta voluntad. En resumen, los jueces venían a decir que te lo creíste porque te lo quisiste creer; es decir, creerse las cosas porque uno quiere que sean según su ideal y renuncia -a sabiendas- a un análisis objetivo de la realidad que está al alcance de todos los cocientes mentales capacitados para otorgar unos poderes a pleitos. O, dicho de otra manera, una inteligencia normal, por más que baja, no puede creerse que el timador de turno le va a poner en contacto con Napoleón Bonaparte, porque hasta la ignorancia más abyecta es consciente de que los muertos no resucitan -y menos por encargo- y de que los fantasmas no existen; cuando uno encarga a un comediante de esos que le haga venir a Napoleón Bonaparte, es o bien porque tiene ganas de cachondeo, o bien porque le ha pegado demasiado al frasco, o bien porque es un orate que, en puridad no podría dirigir su vida sin la ayuda de un curador y, por tanto, notoriamente incapaz para interponer el pleito en cuestión.
Precisamente Ricardo Campo se queja de esta proclividad judicial a la absolución en su bitácora «Loh mihterioh de la siensia» y por ello celebra la directiva. Yo también la he celebrado, pero -en lo que respecta a los magufos- porque me encanta que les toquen los cojones a ese gremio infecto. Incluso he firmado para que la transposición a la normativa española de la directiva sea clara, incisiva y, sobre todo urgente (si los magufos te caen igual de bien que a mí, puedes firmar aquí). En lo que respecta al consumidor, la verdad es que yo celebraba la directiva por lo que tiene de protección a los consumidores en general, no a los atontados clientes de la peña esotérica. La verdad es que, hasta hace poco, éstos me infundían poca pena -menos aún que respeto- y estaba completamente de acuerdo con el tenor de las consideraciones judiciales precitadas.
Pero he cambiado de idea. ¿Por qué? Pues porque este mismo fenómeno de creerse antes uno lo que quiere creer que lo que es racional, lo he visto en otro campo más asequible a mi comprensión: el de la estafa por medio de la usura. Es ahora un tema recurrente en estos tiempos de negros presagios de morosidad y ruina para muchos, quizá para muchos más de lo que se está diciendo. Los bancos no dan cuartelillo, las deudas vencen, se contrajeron con una cierta alegría (¡ay, esas realidades que se fabrica uno a gusto de sí mismo..!) y ahora los tipos de interés se nos llevan por delante y resulta que el patrimonio, a su valor actual -que se ha caído- no llega a cubrir la deuda ni la retirada. La desesperación -mala consejera- es campo abonado para unos hijos de puta que prometen un fácil y rápido arreglo; algo caro, sí, pero el problema lo tengo ahora y es una mala racha, dento de un año, todos en yate. Y aquí, el único que va en yate es el usurero. Lección para mis hijas: los bancos son unas instituciones dañinas y nefastas, pero viven de prestar pasta (déjate de chistecitos de que te dan paraguas en días de sol) y nadie, lo que se dice nadie, te va a prestar pasta si no te la presta un banco… a menos que haya gato encerrado. No eres más solvente para el cabrón del usurero que para el banco: si el usurero dice que te presta pasta donde el banco no, ojo al cerrojo, te está llevando al huerto. Sin embargo, después de la visita al abogado del banco, todo es depresión alrededor de uno y se agarraría a un clavo ardiendo, aunque vea claro -pero no quiera ver- que hay fuego, pero ni siquiera clavo: te vas a quemar y vas a seguir cayendo con aún mayor dolor que antes. Cuando tu desesperación esté al límite, aparecerá el perro asqueroso que te ofrecerá una tabla de salvación en una mano… pero te clavará una brutal puñalada con la otra.
He visto esos días reportajes televisivos y he escuchado programas de radio sobre el tema. Mucha gente, todos ellos con la congoja en la voz, lágrimas en los ojos y, en no pocos casos, con el llanto de la desesperación más incontenible han contado cómo les habían liado esos cerdos inmundos. De una manera absurda: ¿cómo habían podido caer en una trampa tan burda de una manera tan estúpida? Además, no se les veía gente tan inculta, muchos de ellos parecían tener una cierta formación. La desesperación, no es otra cosa. La desesperación es la que pinta de color de rosa el cagallón más infecto.
Y por ello pienso que también en lo afectivo puede haber desesperados. Despues de todo… ¿no es la religión un modo irracional de negar la muerte, sabiendo como sabemos todos que la muerte es irremediable? No todo el mundo ha podido adquirir la cultura necesaria para analizar racionalmente las cosas, más allá de los mitos y de las falsas creencias -generalmente imbuidas como un imborrable marchamo educativo mamado desde la cuna- que enturbian las realidades. En la desesperación por la muerte del ser más querido… ¿y si eso del espiritismo consiguiera traerlo? En la duda angustiosa sobre lo que debo hacer mañana, cuando me jugaré mi futuro… ¿y si el vidente ese lo supiera? Arriesgar mis ahorros en ese negocio que podría salir tan bien o dejarme en la ruina… ¿y si las cartas esas..? No, ya, ya sé que es imposible pero… ¿qué puedo perder? ¿Qué puedo perder firmando ese contrato que me obliga a devolver 60.000 euros dentro de un año (y lo que no te has leído, incauto) si me van a dar 18.000 ahora mismo y puedo levantar el embargo del banco que es para mañana mismo? (a muchos, ni siquiera les han dado los 18.000 tras haber firmado un quintal de papeles llenos de compromisos espantosos).
Y tras cada «¿qué puedo perder?» se agazapa una mala bestia dispuesta, en el mejor de los casos, a timar al que duda; en el peor, a causarle la ruina absoluta.
Déjate, déjate. Bienvenida sea la 2005/29/EC