Archivo mensual: julio 2008

El feo, el malo y el bueno

El ministro de Industria, Miguel Sebastián, quien, para mayor inri se perfila como el rector principal de la política económica del Gobierno, dada esa especie de depresión política que sufre Solbes, y sálvese quien pueda, ha pergeñado una serie de medidas de ahorro energético. Una de esas medidas es la reducción en un 20 por 100 de la velocidad máxima en las vías de acceso a las grandes ciudades lo que, en la práctica, supondrá pasar del máximo de 100 kilómetros por hora, habitual en ese tipo de vías, a 80.

La fórmula hace meses que se aplica en Barcelona (el pretexto, aquí, fue la contaminación) y ha convertido en un calvario -aún mayor de lo que ya era de por sí- entrar y salir de la ciudad.

Y la medida, no cabe engañarse, tanto en Barcelona como en la pretensión del ministro, tiene un fin claramente recaudatorio. 80 kilómetros por hora en autopistas (ahora mierdapistas) diseñadas para circular a altas velocidades (mucho más altas que los 120 de máximo estándar que se impuso hace treinta años también so pretexto del ahorro energético) es algo tan desesperante y tan difícil de sostener -parece que el coche no se mueva- que sólo merced a una férrea contención del conductor o al sometimiento legionario al dispositivo automático de velocidad que, afortunadamente, ya viene con el equipo básico de muchos automóviles, incluso de gama media (el mío, un «Altea», lo tiene), puede evitarse que el simple peso del pie sobre el acelerador dispare el vehículo.

La intención recaudatoria es clara. Este fin de semana, como es sabido, he ido a Segovia y lo he hecho por carretera, claro. Pues bien: entre Barcelona y Molins de Rei (diez escasos kilómetros), con limitación a 80, tres o cuatro radares fijos (tanto a la ida como a la vuelta). De Molins de Rei a Zaragoza, trescientos kilómetros -por autopista de peaje, ojo al dato-, ninguno (en sentido inverso hay uno); entre Zaragoza y Madrid por la A-2, cerca de una docena, la mitad de los cuales están entre Guadalajara y la capital. A la ida, por cierto, y dada la maravillosa señalización que acaba llevándote a que le des a Madrid tooooda la vuelta al ruedo por la M-40, seguí el consejo del GPS y tomé la R-2 -de peaje, of course– y un único radar en ella -o ninguno: no me acuerdo bien- desde su inicio, antes de Guadalajara, hasta la salida por la A-1 rumbo al túnel del Guadarrama, sector también de peaje donde tampoco había radares fijos.

Nuestra seguridad les importa tres cojones; la contaminación les importa tres cojones; el ahorro energético les importa tres cojones. Lo que realmente les importa es recaudar pasta en multas y más ahora que, con el parón de la actividad económica, los ingresos por el IVA, el IRPF y el Impuesto de Sociedades, entre muchos otros, va a suponer un frenazo en los ingresos del Estado y de las comunidades autónomas (a la mayor gloria de las que, como Cataluña y el País Vasco, tienen transferidas las competencias en materia de Tráfico) y hay que paliar el detrimento como sea. Nótese, por otra parte, cómo esa necesidad recaudatoria se hace compatible, no obstante, con el negociete privado: en las autopistas de peaje -peaje que, obviamente, percibe una concesionaria privada- el número de radares desciende hasta su práctica desaparición. Ahí sí: donde hay negocio privado -con su subsiguiente long tail de cuñados y tresporcientos- podemos matarnos tranquilamente, contaminar a saco y verter petróleo por un tubo así de gordo. No me llenes la autopista de radares -y menos si hay autovía alternativa- que me jodes el negocio, ministro, que para ir con el «Audi» a 120 clavados, me toman la A-2 y se ahorran los 40 eurazos que les arreamos entre Molins de Rei y Alfajarín (por ejemplo). O, por lo menos, se ahorran los del tramo de Molins a Fraga porque, a partir de ahí y hasta Alfajarín, la A-2 es una tortura africana de polvo, mierda, moscas y camiones, menuda vergüenza esa carreterucha inmunda y tercermundista para unir dos capitales de la envergadura de Barcelona y Zaragoza, que sólo se explica, claro, por el negociete de la AP-2 y el correspondiente cuñado. El día que desdoblen el tramo Fraga-Alfajarín, el único recurso que le quedará a la autopista de peaje para sobrevivir será… que llenen de radares la A-2.

¿Pilláis cómo funciona esa pandilla de sinvergüenzas?

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Hay cosas que resultan inoportunas, y eso es malo. Otras cosas son singularmente inoportunas, y eso es peor. Pero lo del tal Lluís Suñé Morales (interesante segundo apellido, en este contexto), ya no es cuestión de oportunidad sino de auténtica vergüenza ajena. O propia, incluso.

Este elemento es concejal en Torredembarra (Tarragona), se autoproclama independentista de izquierdas pero, en cierto modo sorprendentemente, no milita en ERC sino en ICV-EUiA, la versión cataláunica de IU. Y dado el contexto, esa militancia ya resulta mucho menos sorprendente. Lo que no salga de ahí…

Ha saltado a la palestra ese tío porque en su bitácora ha insultado brutalmente a toda una comunidad autónoma pero, además, de muy mala manera, con una mala leche reconcentrada, como para no dejar el menor resquicio al atenuante. No se le ha ocurrido nada más y nada menos que, en tono sarcástico, promover una campaña de apadrinamiento de un niño extremeño, prologando la cuestión con lo de que «un 8,7% del PIB catalán no es suficiente». Más detalles (incluyendo el cartel de la campaña), aquí.

Eso, volviendo al principio, es inoportuno siempre. Eso es singularmente inoportuno en este preciso momento. Pero yo me paso por el culo las oportunidades y las inoportunidades: lo que realmente resulta ser eso es absolutamente vergonzoso, cívicamente indignante, notoriamente injusto y humanamente despreciable. El Suñé este ha quedado perfectamente retratado como ser humano y como político y, si le quedara algo de dignidad, lo que debiera hacer inmediatamente (pero lo que se dice inmediatamente) es dimitir de su puesto de concejal y darse de baja en su formación política, cuyo índice medio habitual de ridiculeces es ya demasiado alto como para que este numerito no la dañe quizá más allá de lo que pueda soportar. Después se extrañan de que les pase lo que les pasa, y hay que ver la de personajillos que tienen ahí metidos, empezando por el Gaspar.

Por otra parte -y sin que ello pueda servir en absoluto de justificación personal para Suñé- una cosa así se veía venir desde hace tiempo porque, de alguna manera, viene constante y machaconamente inducida desde los ámbitos nacionalistas catalanes. Desde todos ellos: desde el aparente extremismo de ERC -que acaba en agua de borrajas a la que pilla cacho de poder- hasta la no menos aparente moderación de CiU, pasando por las cosas raras que brotan inopinadamente de la sucursal local de IU (como también parece que les ocurre con la versión vasca del invento). Una ominosidad así tenía que llegar tarde o temprano.

Y también dicho sin la menor pretensión de hallar en ello atenuante alguno para lo anterior, que, insisto, es indignante, vergonzoso e inexcusable, también hay una parte de culpa en algún dirigente extremeño que ha puesto a su región en el disparadero a base de decir burradas. Que Suñé se haya pasado diez mil pueblos precisamente con Extremadura y no, por simple ejemplo, con Aragón o con Andalucía, tampoco es casual. Rodríguez Ibarra ha proferido, en multitud de ocasiones, expresiones duras, rocambolescas e injustas contra Cataluña (no contra el nacionalismo: contra los catalanes) y esa línea ha sido y continúa siendo seguida por diversos dirigentes extremeños actualmente en activo. Para el nacionalismo catalán, Extremadura es la bicha, la encarnación regional de la España odiosa, pero es así porque algunos dirigentes extremeños han constituido a su propia región en blanco de esas iras.

Por lo demás, que ahora Suñé se deshaga en disculpas es inútil y tardío. El mal ya está hecho porque su subconsciente y su odio letrinesco han quedado al descubierto y eso ya no tiene vuelta de hoja. Sus excusas basadas en la ya mítica «Brunete» mediática son absurdas porque no es precisamente a la tal «Brunete» a la que ha atacado -y sí, en cambio, le ha proporcionado pasto abundante- y decir, como parece que ha dicho, que no quería herir sensibilidades y que estaba lejos de su ánimo excitar ese tipo de animadversiones, suena a cagarse sobre la herida.

Como catalán, precisamente como catalán, me siento profundamente avergonzado por el comportamiento de ese tío -que, encima, ocupa un cargo público- y sólo se me ocurre pedirles disculpas a todos extremeños en la parte que, como ciudadano que aguanta a menganos como ese, me pudiera corresponder.

Qué bochorno…

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Vía «Menéame» llego a una bitácora hasta hoy desconocida para mí, uno de cuyos artículos habla del libro de Julio Anguita «El tiempo y la memoria».

Tengo a Julio Anguita por uno de los políticos más íntegros o, mejor dicho, por uno de los pocos políticos íntegros de este país. Personalmente, veo una clara y directa relación entre la marcha de Anguita de IU y la putrefacción de ésta en esa especie de hamburguesa de gente rara -y, en muchos casos, poco o nada capaz y ahí tenemos, nuevamente, al Gaspar como ejemplo y paradigma- y de ideas incoherentes, abigarradas y más pendientes de una estúpida imagen de buen rollo que de desarrollar una línea política coherente asumiendo la parte impopular que pudiera haber en ella, que siempre es inevitable. Por eso es fácil encontrar ahí, juntos y, desgraciadamente, revueltos, a grandes mastuerzos y también a gente que sabe hacer las cosas bien; parece que en el ámbito local hay algún que otro ejemplo (no, desde luego, en Barcelona) de eficacia y de limpieza en la gestión pública, procedente de esa macedonia. Pero, en conjunto, cualquiera se fía.

No he comulgado con las ideas de Julio Anguita. No, en su globalidad, aunque algunas en concreto puedan haber contado con mi adhesión. Pero eso no es lo importante. Lo importante es que Anguita era un político fiable, era un hombre perfectamente deseable como padre -entre otros, no muchos- de una eventual nueva constitución, si llegara a darse el caso, porque, aunque no se pensara como él, de su probidad sólo podrían esperarse aportaciones positivas. Ojalá, si algún día llegara a redactarse una nueva constitución, pudiéramos contar con Julio Anguita, ojalá.

Yo no sé, pongamos por caso, qué pensará don Julio sobre el canon; pero lo que le da valor -ante mí y ante muchos españoles- es que aunque él manifestara que el canon es justo y necesario yo estaría convencido de que pensaría así por propia y honrada convicción, no por sucia concesión a un lobby. No me llevaría, en absoluto, a ser partidario del canon, pero es el único político a quien reconocería sinceridad, honradez y coherencia personal en esa idea. A él y a ninguno más. Bueno, a uno más, pero no sé si éste es propia y profesionalmente un político: me refiero a José Antonio Labordeta.

Después de leer en la bitácora de Raúl Barral algunas citas del libro (o ideas que se desprenden de él, no me queda claro), me propongo comprarlo para la intensificación de la actividad lectora inherente a este verano, sobre todo porque el cortísimo -y nada lejano ni exótico- viaje que vamos a realizar (y tanto es así que aún no sabemos a dónde) nos lo planteamos como de relax, más que de propiamente turismo, de modo que en el equipaje va a haber un buen montón de libros.

Y todo eso, aparte del valor de memoria histórica que encierra el personaje. Conviene no olvidar que, aunque en la política local (era alcalde de Córdoba), fue un personaje importante en la transición y en los primeros balbuceos de esto de ahora, lo que, añadido a su trayectoria en época franquista -que creo que es un poco peculiar, hasta donde sé de ella- lo convierten en una buena referencia en la visión de aquella época.

Lo voy a leer con atención y no es improbable que, a la vuelta, hable de este libro. Soy de los que piensa que no andamos tan sobrados -en absoluto- como para tener a Anguita en el dique seco mientras tanto canalla y tanto hijo de la gran puta están haciendo de este país una cochiquera apestosa.

Una verdadera lástima.

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Bueno, queridos todos, nos hemos cepillado el mes de julio y entramos en el mes vacacional por excelencia. No tan por excelencia como antes, parece que vamos diversificando, pero sigue siendo el mes más característico del descanso anual. No por mi parte, por cierto, que no empezaré hasta mediados de mes; y no por parte de «El Incordio» y, obviamente, de la paella de cada jueves que, salvo incidencias imprevistas, continuarán en marcha durante todo agosto.

O sea que aquí estará la paella el próximo jueves día 7, a disposición de todos los que permanezcáis en casa o en el trabajo o de los que tengan la moral alcoyana (¿tendré un bravo tan chalao?) de buscar, allá donde esté de vacaciones, un ordenata conectado a la red sólo para leer mis cagamentos.

Ojo con la carretera los que cojáis volante. Dejando aparte las imbecilidades viarias del sistema, es verdad que es una actividad de riesgo que hay que sobrellevar con respeto, así que ya sabéis: mucho descanso la noche anterior, nada de priva (eso al llegar, que sabe a gloria), ánimo sereno y relajado, vigilancia tensa, aire acondicionado, agüita fresca, música, alegría familiar y el reloj en el bolsillo trasero, que, sentado, no lo ves. A la vuelta os quiero aquí a todos a toque de diana, no jodáis ¿eh?

Y a los que, por una razón u otra, permanecéis en casa, pues nada, nos haremos compañía unos a otros.

Feliz descanso a todos.

Sir Tim y el futuro

Nunca me ha hecho especial gracia la Campus Party. Cuidado: lo digo sin acritú, como decía aquel, en el sentido de que no tengo nada que objetarle al acontecimiento, pero que no es mi tipo de evento, creo que allí me sentiría como un pulpo en un garage, lo veo como una especie de convención del consumismo digital más desaforado y por eso recibe tanta carraca mediática (por eso y porque van miles de tíos), en tanto que otros acontecimientos, mucho más importantes desde mi punto de vista, transcurren entre la más absoluta indiferencia plumiferil. Y dicho sea todo ello sin perjuicio de mi admiración por los que han levantado todo este tinglado, empezándolo hace unos pocos años con cuatro y el cabo, como aquel que dice: aplaudo y alabo su esfuerzo, su dedicación y su indiscutible capacidad y celebro, por tanto, todos los beneficios materiales y personales que obtengan de ello.

Pero leo hoy en «El Periódico» una cosa que, no siendo del todo sorprendente en la Campus Party, tiene un valor de síntoma que creo que está marcando la diferencia entre el presente y los que ya pueden ser llamados apropiadamente viejos tiempos (y que ojalá no haya que llamar nunca buenos tiempos): Tim Berners-Lee, mítico padre (uno de los padres, maticemos) de Internet ha pronunciado un discurso, conferencia o como queráis llamarle, rodeado de la más absoluta indiferencia. Según la noticia, mientras en la habitación de al lado, como quien dice, más de seis mil tíos se dedicaban a la descarga compulsiva de averigua qué, el más considerado y reverenciado gurú de la red apenas reunía en torno a su verbo florido a unas cien personas, la mayoría de ellas periodistas o representantes de empresas tecnológicas. Suena increíble.

Pero es así y es un signo de los tiempos.

Hace poco, comentaba en una tertulia de amigos cómo ya no hay chavales de catorce años que fueran unos cracks con los ordenadores. Los hay aún, claro, unos cuantos, pero ya no puede decirse que eso constituya una característica generacional como lo fue cuando los treintañeros de hoy eran granujientos adolescentes. Por supuesto, no hablo de ejércitos masivos de hackers al estilo del protagonista de «War games» -que fue una caricatura cinematográfica, aunque algunos casos hubo de algo parecido-, pero sí de chicos de catorce o dieciséis años que conocían los recovecos del PC mucho mejor que los pasillos del cole, que manejaban los comandos de M$-DOS como si no hubieran hecho otra cosa en la vida y para los cuales la complejidad de las redes y de los sistemas del más alto nivel eran desafíos apasionantes. Una vez madura, a esa generación debemos, entre otras cosas, el software libre, la comunidad que ha llevado a GNU/Linux -como buque insignia de una grandísima flota de excelentes productos informáticos- a ser lo que es hoy. Pero hasta ahí.

Para los quinceañeros de hoy, el ordenador ya no es una máquina de culto, es como el plumier para los de mi generación escolar, algo que te gusta tener arregladito y chulo, algo, incluso, de lo que te irrita carecer, pero que en eso se queda, en un artículo para el cole; en eso y en herramienta para gestionar el messenger, las descargas de música y la navegación (pura y simple, sin complicaciones ni experimentos) por Internet. Los chavales y los adolescentes de hoy van colgados de las videoconsolas, de los MP4 (iPod o sucedáneo) y de los móviles.

No hay que escandalizarse, los ciclos vitales y tecnológicos funcionan así y ha sido así siempre: la cualificación del operario de una tecnología es inversamente proporcional al desarrollo de ésta y la máquina que hoy maneja un doctor en Física, dentro de veinte o treinta años la utilizará con una sola mano y mirando al tendido un chaval con el primer ciclo de formación profesional.

Así las cosas, incluso los asistentes a la Campus Party constituyen una excepción, son bichos raros en su propia generación. Encajan en ésta por la parte del acopio compulsivo de material digital de todo tipo, pero desentonan en todo lo demás y, esencialmente, en el uso creativo -incluso inteligente- de la maquinaria que manejan (que es, casi en su totalidad, el ordenador). Y siendo, como parece que son, seis mil, no creo que representen a un sector de su generación sino que son el propio y prácticamente entero sector. Siendo, como son ya, una rara excepción, si en Valencia hay seis mil, pocos habrán quedado en casa. Y por eso me atrevo a vaticinar -sin placer, pero sin excesiva angustia- que la Campus Party está en su cénit, está tocando techo o va a tocarlo en próximas ediciones. A menos que evolucione, que se recicle y se adapte a los hábitos de las actuales generaciones y de las próximamente venideras, es decir, a menos que cambie muy significativamente de orientación, la Campus empezará a ir hacia abajo en próximas ediciones.

Lo de Sir Timothy ha sido, más que un simple aviso, todo un trompetazo de por dónde están yendo los tiros ya ahora mismo; para quien quiera verlo, claro. La época del hacker ha muerto. Siempre los habrá, por supuesto, como siempre habrá forofos de la tecnología del automóvil pese a su cotidianización y al poco valor que damos a su mero uso como conocimiento tecnológico, de la misma manera que la popularización del teléfono móvil no ha acabado con los radioaficionados de casta (aunque sí ha hecho polvo muchas redes de dos metros), pero lo que sí se ha terminado es aquella idealización tecnómana del ordenador que hoy maneja como si nada -bueno, más o menos- hasta el encorbatado más tecnolerdo.

Me preocupa, quizá, no tanto la evolución de las cosas -que frecuentemente lleva a propuestas aún más apasionantes- sino el sentido en que se produce la evolución en este ámbito. El hacker era un individuo por naturaleza curioso, apasionado y, en su ámbito, comprometido, incluso luchador; no veo que esos valores -que es lo que, a plazo histórico, interesa verdaderamente- se estén proyectando sobre las nuevas tecnologías. Que el ordenador sea algo tan eminentemente práctico y poco llamativo -en lo que respecta a sus tripas tecnológicas- como el televisor, no es algo intrínsecamente malo: lo que sí me parece malo es que aquel instinto creativo que despertó y desarrolló no se haya proyectado en otras tecnologías, no haya sido heredado por éstas.

Pero me consuelo pensando que, en mis épocas juveniles, lamenté la pérdida de valores que parecía implicar el abandono generacional de las actividades de aire libre (montaña, excursionismo, campamentos juveniles), desplazadas por la naciente tecnomanía, hasta que pude constatar cómo esos valores -obviamente evolucionados- se desplazaban a su vez hacia la tecnología (y vuelvo a citar al software libre como prueba más palpable de ello); quizá me hallo ahora en ese ínterin en el que lamento una pérdida de valores sin acertar a ver todavía que no existe tal pérdida sino que, en su evolución, se desplazan a otros centros de interés. Ojalá, ojalá… Aunque no deja de ser cierto que, hoy por hoy, todavía no acierto a percibir ese desplazamiento al que, en el mejor de los casos, cabe considerar como al valor en la mili: se le supone.

El futuro, como siempre, apasionante… con tal de que no acabe siendo negro.

Suicidas

Ayer, una nueva noticia -casi parecen recurrentes- de agresión de pareja (eso que los pisacharcos llaman violencia de género). Tal parece que ya no son posibles los telediarios sin que incluyan la reseña calzoncillera, la del picadillo de carne humana en un accidente de tráfico y la del tío que se carga a la mujer, a los hijos, a la suegra, a la cuñada, al canario o a todos ellos para, como fin de fiesta, arrearse a sí mismo un escopetazo.

Mal remedio tiene eso: ¿qué amenaza de prisión, qué orden de alejamiento, qué vigilancia policial sirve para algo cuando un señor tiene programado quitarse de enmedio, pero no antes de haber llevado a cabo una masacre?

La cultura occidental no sabe afrontar el suicidio finalista y reacciona con mucha furia contra ello. El kamikaze que gritándole vivas al emperador se lanzó contra el portaaviones norteamericano y mató a dos mil marineros de un único golpe, ignoraba que formaba parte de una cadena que llevó a la vaporización de Hiroshima y Negasaki. Es una afirmación quizá matizable: en realidad, lo que llevó al lanzamiento de la bomba atómica no fueron tanto los suicidas sino los que murieron abnegadamente pegados al terreno patrio -que no es lo mismo- causando tal mortandad entre los chicos, que llegó a calcularse en un millón de muertos el coste de la ocupación de Japón por medios convencionales. Pero como todo baile precisa música, los kamikaze suministraron la imagen terrorífica necesaria para que Truman no soltara dos bombas atómicas sobre seres humanos sino sobre malas bestias; y es que, con una buena propaganda, es fácil desnudar a la gente de su carácter de ser humano, bien por suicida, bien por judía, bien por lo que haga falta a cada momento. Ahí tienes a Karadzic y a sus chetnicks, para quienes los bosnios no constituían sino mera cabaña porcina.

Lo de las torres gemelas no hubiera sido lo mismo sin el suicidio de aquellos tíos. Si aquella atrocidad se hubiera llevado a cabo a lo etarra, es decir, con los terroristas lejos y apretando un botón, lo del 11-S hubiera despertado en los norteamericanos muchísima más indignación que espanto. Sabemos que fue al revés. Pero la indignación, cuando es colectiva, mantiene los mecanismos de contención y de proporcionalidad; el terror, en cambio, no. Sólo una sociedad aterrorizada se traga sin rechistar que sus muchachos se cepillen a los diez mil habitantes de una ciudad «por terroristas», como si el terrorista no fuera, por definición, un elemento restringido y -valga la expresión- selecto y pudiera haberlos, así, en masa, como si pudiera hablarse del XVIII Cuerpo de Ejército Terrorista. En una sociedad indignada pero no aterrorizada esto no cuela.

El ejemplo lo tenemos en nuestra propia casa. Nadie recela de un ciudadano vasco, en condiciones normales de presión y temperatura, aunque tenga cara de bestia, lleve una ikurriña cosida en la chupa y vaya con una mochila urbana; pero mira las caras de la gente en el metro como suba un musulmán con una mochila. Todo el mundo sabe que cuando el posible etarra lleva encima el posible paquete que contiene el posible artefacto es justamente cuando no hay peligro; con el moro o el indostánico (¡uy, si es indostánico aún peor!) nadie las tiene todas consigo y todo el mundo respira aliviado cuando viene el segurata y lo hace apearse mientras se piensa si llama a la poli o qué (como si el islámico no pudiera tirar de la anilla cuando el otro se acerca).

No existe la consciencia de que cualquiera puede ser una víctima de ETA en la misma medida en que puede serlo de Al-Qaeda; que se lo pregunten, si no, a las víctimas de Hipercor, por poner un simple ejemplo. Que la mochila que va a estallar bajo nuestro culo tenga al terrorista sentado a nuestro lado o apretando el botón dos manzanas más abajo es una cuestión puramente escolástica, pero nadie parece verlo así. Hay una especie de subconsciente que nos dice -irracionalmente- que el etarra puede ser disuadido, detenido o abatido y el islamista no. Por otra parte, el islamista tampoco se suicida ritualmente, sino sólo cuando es necesario: la única forma de cargarse dos edificios colosales como el Word Trade Center de Nueva York era hacerlo como lo hicieron; pero en nuestro propio y dramático 11-M, no se suicidó nadie (cosa que sí hicieron cuando se vieron acorralados).

Tenemos -teníamos, más bien- una cultura del sacrificio, del clavarse en tierra y decir de ahí sólo me sacan muerto y, en este contexto, todos los países occidentales tienen su tradición: el Álamo, Jartum, el Alcázar, Montecassino… Incluso se ha llegado cerca de lo que podría considerarse el suicidio, porque casi todos los ejércitos tienen su propia batallita modelo «tirad sobre nosotros, que el enemigo está dentro», pero eso sería más bien una especie de paroxismo del sacrificio heróico, nada que pueda tener que ver con el japonés que, en frío, de forma calculada, estudiada y premeditada, se encierra (materialmente: una vez cerrada la cabina, ya estaba dicho todo lo que había que decir) en un torpedo aéreo o el islamista que se ajusta un chaleco con quince kilos de explosivo después de haber grabado en vídeo su canto del cisne, papi, mami, me voy a echar un polvo con las huríes del paraíso, alegráos y aleluya, por Alá.

Volviendo al principio, muchas veces me pregunto qué puede provocar esa ira tremenda, esa sensación de vida destrozada -con culpabilidad atribuida al otro-, que lleva a matar a los hijos para que no sufran (imagino que lo harán por eso), qué drama vive ese [comúnmente] hombre que extermina a su familia y a sí mismo. Está claro que el hecho episódico es difícilmente evitable: prácticamente, nadie puede detener al que empuña la escopeta con la firme determinación de adjudicarse el último cartucho. Tampoco creo que sea fácil impedirle la barbaridad al fulano que no se suicida sino que, cometida la brutalidad, enciende un cigarrillo, va a la comisaría y, buenas, que me acabo de cargar a la parienta y a su puta madre, y a los críos no, porque están en el cole y los autobuses van como el culo, así que me metéis en la cárcel o hacéis lo que os dé la gana porque yo me pongo al mundo por montera.

La sociedad se ve impotente (mentira, no se ve nada: permanece completamente indiferente) para frenar esta matanza pero parece que los gilipollas al mando sólo saben engordar más -y mal- el código penal sin afrontar el problema en su raíz misma y la raíz está en que algo (la educación, la estructura de la familia, las leyes que regulan su disolución… en fin, algo) no está funcionando bien y en que, según me temo, la porquería políticamente correcta está impidiendo un análisis racional, cartesiano y distanciado de las causas que llevan a esta situación.

Mientras tanto, a la ministra miembra sólo se le ocurre poner anuncios en la tele induciendo a que llamemos mariquita y nena a los cabrones que cascan a su santa, como si hasta ahora les hubiésemos edificado monumentos; olvida, por cierto, explicarnos lo que hay que hacer o decir a las arpías -que no son pocas- que han arrasado la dignidad y la autoestima de su desgraciado compañero, como si la tortura psíquica fuera más soportable que la física. Pero claro, los machacados -e insisto en que son legión- que se buscan cualquier cosa que hacer después del horario laboral (pluriempleo, horas extra, voluntariado, lo que sea: los faltos de imaginación recurren a la taberna) con tal de llegar a casa lo más tarde posible para no aguantar el suplicio tantas horas, ésos no salen en los telediarios.

Y yo estoy por asegurar que las filas de los que empuñan la escopeta y acaban salpicando de sesos -propios y ajenos- toda la puta calle, se nutren, mayoritariamente, de esos parias.

¿Tú qué crees?

Filosofía parda en red

Cuando la red forma parte importante en la vida de uno, puede parecer que estar cuatro días fuera de ella es causa de un mono tremendo. Pues no. No, al menos, en mi caso: por más que digan psicomemos más o menos profesionaloides, Internet no engancha y me he tirado cuatro días sin ella tan ricamente. El jueves, por razón de mis ocupaciones, y el fin de semana -alargado al viernes a cuenta de moscosos porque, en Cataluña, Santiago no es festivo- visitando a mis hijas en el campamento segoviano en el que están pasando dos estupendas semanas. Excelentes alimentos, un clima que te regala unas noches maravillosas -ese frescor nocturno del Guadarrama…-, recordar en mis hijas la propia juventud… ¿cómo voy a echar de menos Internet?

No hay mono, desde luego, pero el regreso es de vértigo. Más de tres mil mensajes de spam en la bitácora esperando, afortunadamente ocultos a los ojos del usuario, a ser borrados, paciente y engorrosa operación que realizaré al final de la jornada de hoy; casi un millar de mensajes de correo electrónico, también en su inmensa mayoría spam, del que Thunderbird dará buena cuenta, pero aproximadamente un centenar de mensajes que leer, a su vez procedentes de listas de correo en su mayor parte, pero con unos veinte o treinta (así, a ojo) que habrá que despachar, es decir, considerar y responder. Más el correo de Google, que deberá esperar porque no es prioritario.

El lector de feeds abarrotado: casi dos centenares de entradas con contenidos nuevos en bitácoras, páginas web y demás que, también poco a poco, habrá que ir leyendo y considerando.

Y todo ello en un solo fin de semana, por más alargado que sea. En el último fin de semana de julio, cuando, hasta ese momento, la red ya parecía ralentizada. El año pasado estuve «cerrado por vacaciones» los diez primeros días de septiembre -nada menos que los primeros de septiembre- y el material generado no llegó al volumen que ha alcanzado en estos cuatro días de finales de julio (y uno de ellos, el viernes 25, festivo en media España). Al menos, en promedio diario.

Eso indica tres cosas: la primera, que me espera un trabajo bestial esta semana; la segunda, que la vitalidad de la red y de sus aconteceres es enorme e inextinguible (pero esto ya lo sabíamos ¿verdad?); y la tercera, que la red es imprevisible. Hay acontecimientos que te hacen esperar grandes follones y apenas generan algo de ruidillo; en otras ocasiones, no sabes por qué y pequeñas cosas levantan grandes oleadas de opinión. Lo mismo que una bitácora (y esto, seguro, lo convendrán conmigo todos los bloggers): hay día que escribes un artículo pensando «verás, verás la que se va a armar cuando la parroquia lea esto»… y nadie hace ni puto caso; al día, siguiente, por ejemplo, escribe uno lo que le parece una tontería, un simple ejercicio de grafomanía para pasar el rato… y se lía el belén: comentarios, enlaces, mensajes de correo electrónico… la intemerata.

Precisamente el sábado, almorzando en la muy apreciable arrocería del hotel (Tryp Comendador, en Los Ángeles de San Rafael, Segovia), me decía el maître que la noche anterior esperaban un lleno colosal y apenas tuvieron ocupadas dos o tres mesas; y que un restaurante cercano había contratado seis camareros de refuerzo (que está pronto dicho) para esa misma noche y que los tuvieron jugando al dominó. Yo, con aquella sabiduría sentenciosa del diablo que sabe más por viejo que por listillo, le respondí que si el comportamiento humano fuera previsible con precisión, la Economía sería innecesaria, no existiría.

Al final, la vida misma, en todas sus facetas, desde la del sin papeles más desesperado hasta la del millonario más sobrado, pasando incluso por la de los pequeñoburgueses de la nómina cada fin de mes, no es más que una gestión de riesgos en la que, encima, no siempre la retribución es proporcional ni al importe de apuesta ni a la gravedad del riesgo. Todos, incluso los más apalancados, estamos sentados sobre un palo de inseguridad que parece estar buscándonos, permanente y afanosamente, el agujero del culo. ¡Y cuántas veces lo encuentra a lo largo de una vida!

Afortunadamente, «El Incordio» es una ocupación gratis et amore y la gestión de sus riesgos es una preocupación que está muy abajo en la lista de prioridades: es algo destinado a darme la satisfacción de expresarme (algo que toda la propiedad intelectual del universo no motivará jamás por sí sola, ni a mí ni a nadie) sabiendo que unos cuantos van a acudir de propósito para leer lo que tengo que decir. Ese sí es un verdadero lubricante para el ego. Como cuando uno no escribe, les dice a sus fieles que tururú, que hoy os quedáis in albis y encima te jalean y te llenan el post frustrante con más comentarios que en uno lleno de contenidos.

Es que sois impagables, chicos. Snif.

Fiasco

Siento decepcionaros; de verdad que lo siento.

No va a haber paella esta semana. Por más que me estiro, no llego, chicos.

Intentaré compensaros pero no os quiero engañar: no va a ser ni hoy ni mañana. Voy hasta arriba.

Os pido mil humildes disculpas.