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Nacionalcutrecismo

De la serie: La cueva del burócrata

Una imagen vale más que mil palabras. Y este es el ejemplo gráfico (pínchese para ampliar y obsérvese lo que he marcado en rojo) de lo muy salchichero que es este país.

Y para qué vamos a decir más…

Leyendas negras y eficiencia pública

De la serie: La cueva del burócrata

El viernes (repito: viernes) 21 de septiembre, entré en el registro de mi trabajo (Generalitat de Catalunya) la solicitud de pensión de viudedad de mi madre dirigida al INSS, aprovechando que la Ley 30/1992 me permite interactuar con una administración determinada desde cualquier otra administración (previo convenio, en el caso de las municipales).

El lunes 1 de octubre (9 días después) el INSS me comunica mediante SMS que el expediente de pensión de viudedad de mi madre está resuelto favorablemente. El viernes 5 de octubre (14 días después de la solicitud, presentada, insisto, en la Generalitat de Catalunya) llega a casa de mi madre el aviso de Correos para hacernos entrega del documento de notificación de la resolución que, efectivamente, recojo hoy, 8 de octubre. La resolución del INSS es de 28 de septiembre, justo, fecha por fecha, una semana después de la presentación de la solicitud, insisto que en la Generalitat de Catalunya. Es decir, en una semana, la solicitud salió de una oficina de la Generalitat de Catalunya, llegó al INSS, pasó la correspondiente supervisión administrativa y técnica y se resolvió. Una pensión de viudedad, pasta perpetua para mi madre mientras viva. No es ninguna alegría de pensión, pero pueden tener que pagarla durante muchísimos años. Y el expediente se resuelve en los días laborables de una misma semana.

Esa es la tan cacareada ineficiencia pública.

Mi padre murió el 22 de julio de este año. Desde entonces, llevo estos dos meses y medio batallando con dos mutualidades privadas que no paran de pedirme papeles y más papeles, certificados y más certificados, gilipolleces y más gilipolleces, que después habrán de ser estudiadas, cual si fueran una tesis doctoral o grave cosa parecida, por los servicios jurídicos. Y así estamos a fecha de hoy porque aún no tengo ni resolución, ni pago, ni una mierda.

Esa debe ser la tan famosa y alabada eficiencia del sector privado del que, dicen, debería aprender el sector público.

O sea que me cago y me recago en el sector privado, me cisco en su mierda de trabajo, de improductividad y de ineficiencia, me paso por el culo sus porquerías de atención al cliente, su desconsideración hacia el mismo (en ambos casos después de más de cincuenta años de cotización, que se dice pronto) y en la calidad de su presunto servicio.

Compañeros funcionarios y demás empleados públicos: dejad que los perros ladren y sigamos cabalgando al galope, que está claro que lo sabemos hacer y muy bien.

No como otros.

Papeles, papeles, papeles

De la serie: La cueva del burócrata

Leía esta mañana el muy ilustrador artículo de Enrique Dans sobre el trogloditismo tecnológico del sistema bancario español acaecido, en cierto modo, recientemente. Recomiendo su lectura, la recomiendo porque, al hilo de ésta, me vienen a la cabeza ideas parecidas pero respecto a un ámbito cuyo carácter pleistocénico estará, seguro, bien presente en el ánimo de todos los ciudadanos: las administraciones públicas. Y no sólo por lo tecnológico: si sólo fuera por eso, casi sería para darse con un canto en los dientes.

Como mis lectores habituales saben, mi padre falleció hace un escaso par de meses y, por mi condición de funcionario de la familia, ha recaído sobre mis hombros la tarea de afrontar el papeleo inherente que consiste en tramitarle a mi madre la pensión de viudedad y otra pequeña prestación de la mutualidad de los aparejadores, proceder a la ejecución del testamento de mi padre y reclamar el cobro de los seguros de vida.

Las administraciones públicas anglosajonas (y otras europeas que no son anglosajonas), pese a su inevitable cuota de burocracia -reservada, eso sí, a los trámites y documentos más graves- se basa en la confianza hacia el ciudadano. Si un señor dice que una cosa es de determinada manera, pues es de determinada manera ¿por qué no iba a ser así? Y así, en Gran Bretaña, van por el mundo sin carnet de identidad, por ejemplo. Ahora les está pasando por la cabeza implantarlo (lo que ha generado una oleada de protestas) pero es más debido a la paranoia antiterrorista (tras la que se oculta el claro intento de controlar estrechamente a la población) que a otra cosa. En los Estados Unidos -como sabemos todos merced a la vasta cultura que al efecto adquirimos a través de las series y pelis de Hollywood- no existe el carnet de identidad como tal, y la identidad se acredita (cuando hace falta, que no la hace con la frecuencia de aquí, ni mucho menos) con el permiso de conducir, la tarjeta de la seguridad social, la credencial militar o, en fin, cualquier documento suficiente, y el término suficiente es, para el caso, muy amplio.

Aquí es todo lo contrario: hay que documentar (y documentar prolijamente, además) hasta lo evidente. Y hay que documentarlo ante administraciones públicas a las que ya les consta documentalmente ese hecho para el que se exige documentación, documentación que, por lo demás, expiden ellas mismas. Las redundancias lo son a posta. Sí, hay una Ley 30/1992 -una ley de risa, así de claro lo digo- que permite soslayar ese aporte documental en muchas ocasiones, precisamente cuando la Administración pública ya dispone de ese documento o de datos fehacientes sobre los hechos o circunstancias que el tal documento acredita. Ni lo intentes. Todo serán dificultades, cuando no negativas redondas y, en todo caso, eso eternizará el procedimiento con toda seguridad. Además, casi nunca sirven las fotocopias: tienen que ser los documentos originales, lo que parece que al ciudadano se le presuma el carácter de falsificador. Así, por ejemplo, la Seguridad Social exige la presentación del DNI original de mi madre para solicitar su pensión de viudedad, lo que obliga a una señora de 81 años a desplazarse a la oficina correspondiente y a guardar la inevitable y tercermundista cola a que somos sometidos implacablemente todos los ciudadanos ante cualquier mostrador público. ¿Para qué hace falta que se muestre un DNI original al presentar una solicitud por escrito, solicitud en la que, además, obra la práctica totalidad de los datos de ese DNI y cuando la titular del rejodido DNI consta en tropecientos mil registros locales, provinciales, autonómicos y estatales?

Algunas entidades privadas no se quedan atrás, por cierto: una de las compañías de seguros me pide, entre otros numerosos documentos, los dos siguientes: fotocopia del libro de familia (menos mal que se conforman con la fotocopia, algo es algo) y certificado literal de matrimonio expedido por el registro civil en fecha posterior a la defunción del causante. Este último documento puedo comprenderlo: se trata de garantizar que no haya una ex-esposa arteramente ocultada que pudiera tener unos derechos o que la que solicita no sea, precisamente, la lista de la ex-esposa intentando burlar el mejor derecho de la esposa actual en el momento de la muerte; pero entonces… ¿a qué pedir la fotocopia del libro de familia si el otro documento ya cumple de manera mejor y más completa esa función? ¿Por qué piden todo eso, además, cuando exigen también la copia auténtica del último testamento y el certificado de últimas voluntades, siendo así que el testamento nombra a la esposa (con nombre y apellidos) como heredera universal, con lo que no hay más que hablar? Incidentalmente: mi padre cometió el comprensible error de no nombrar beneficiario, lo que conduce a que éste pase a ser el heredero, sea testamentario o ab intestato, en otro caso. Mi pregunta es: ¿nadie pudo avisarle de las consecuencias burocráticas de ese error? El empleado de la compañía que tomó el seguro ¿tan ocupado estaba pensando en la comisión por haber conseguido la póliza que no pudo prestarle el sencillo (y en absoluto oneroso para la compañía) servicio de prevenirle al respecto?

Es increíble que seamos súbditos ya no sólo de las administraciones públicas -que ya es malo- sino también de aquellas compañías particulares de las que somos clientes teóricamente libres (las telecos llevan la fama, pero muchas, muchísimas de otros sectores, cardan no poca lana).

En el otro lado del mostrador, algún día explicaré las vergüenzas que como funcionario he llegado a pasar al exigir a los ciudadanos documentación absolutamente inane y estúpida, sólo porque el idiota que redacta los reglamentos en cada caso es de los que piensan que por mucho papel nunca mal año. No piensa en las molestias que causa al ciudadano ni piensa tampoco en el coste añadido -y frecuentemente enorme- que supone para la Administración procesar toda esa documentación, el setenta por ciento de la cual no sirve para absolutamente nada. Solo piensa que esa subvención, esa pensión, ese permiso, esa autorización que está reglamentando va a ser objeto de la codicia de todos los delincuentes del mundo, actúa como si todos los ciudadanos lo fueran. Papel, papel, papel, originales, copias compulsadas (porque todo el mundo sabe que los ciudadanos son unos artistas de la falsificación en la fotocopiadora y con el fotochó), no vaya a ser que nos la peguen. Como todos mis compañeros de la función pública, he visto cosas y explicaría casos que los ciudadanos comunes no podrían creer. Y ríete tú de la Puerta de Tannhäuser.

Tambien hay que reconocer no obstante, que el entorno sociopolítico no favorece. En el mundo anglosajón se confía en el ciudadano y, salvo casos muy determinados (y graves), se cree en su palabra, sin más comprobaciones. Claro que al que pillen en un fraude, que se agarre. Si en España la confianza en el ciudadano pudiera corresponderse con la confianza en que el defraudador sería fulminante y severamente castigado, quizá podríamos acercarnos más al sistema anglosajón. Pero es que ya sabemos lo que pasa con los jueces y con los tribunales en este país y vemos a diario y con puñados de ejemplos cómo los golfos se salen de chiquitas. Sí, muchas veces también los golfos de menor cuantía. Pero esa impunidad real de que goza el defraudador en España no tiene -ni siquiera eso, que es nuestro mal endémico- entidad suficiente como para justificar el atropello y el abuso documental que muchas más veces al día de los que nosotros mismos percibimos nos propinan las administraciones públicas a los ciudadanos. Porque, además, y como es notorio, el sinvergüenza siempre encuentra una vía para el fraude: ninguna administración pública con su sistemáticamente brutal exigencia documental ha evitado que este país sea un patio de Monipodio y que aquí quien quiere hacer lo que le da la gana lo hace y ya está, y no pasa nada. Aunque tenga que reirse de sus ciudadanos con la fotocopia del DNI -debidamente compulsada- entre los dientes.

Cuando Enrique refiere en su artículo -leedlo, de verdad, vale la pena- su pretensión de que le abonen en cuenta un cheque, bastando para ello con la simple fotografía de ese cheque realizada y transmitida mediante el móvil, yo también he pensado que este hombre se nos ha vuelto loco. Pero no porque esa pretensión suya sea intrínsecamente alocada, que no lo es, sino por su evidentemente momentánea ignorancia de la calaña de quienes encabezan los sistemas administrativos españoles. Todos: los públicos y los privados.

Otrosí (lo que es decir «manda huevos» en román vallisoletano o «té collons la cosa» en mi catalán). Ayer, mi regreso a casa se vió celebrado con la típica papeleta de Correos avisándome de que tengo a mi disposición una notificación (obviamente, certificada y con aviso de recibo y con toda la cagarela inherente) remitida por la Agencia Tributaria. Este mediodía he ido (¡glubs!) a ver qué pasaba. Bueno, un error material por mi parte, consistente en que un mismo gasto deducible lo había hecho constar dos veces en sendos apartados distintos. Total, que de una declaración a devolver de 380 euros, se queda en 48, asimismo negativos. Qué le vamos a hacer, es así y es así. Suerte que, habiéndose estimado, según todas las apariencias, que se trata de un simple error material y no de una perversa intención de defraudar, se deja la cosa en esa regulación de saldo negativo, sin recargos ni nada luctuoso. Acepto, pues, dócil, que caiga sobre mí todo el peso de la ley, muchas gracias y que Dios guarde a V.I. muchos años para bien de España.

La pequeña contrariedad queda largamente compensada, no obstante, por mi enorme alegría al constatar lo bien organizada que está la inspección tributaria en este país, que no se les escapa nada, oye. Un verdadero disparo de francotirador, hay que ver qué habilidad con la mira telescópica para cerrar el paso a los 332 euros de fraude que, aunque involutario, estuvo a punto de mermar las preciosas arcas del Estado. Da gusto ver que, en España, ni siquiera 332 miserables euros se pueden defraudar así como así.

¡Ah! ¿Que no…? Es decir, ¿que sí…? Vaya, que es igual, que ya se entiende.

La prevaricación no es sólo dictar resolución injusta; es también pasar del mambo y no dictar la justa cuando procede. Con mis 332 euros se ha hecho justicia, ya falta menos.

Ahora sólo falta que se haga justicia también con 332.000 millones de euros que andan por ahí, en paradero desconocido, que ya sabemos quién los tiene (porque lo sabe hasta el potito) y para los que no se ha dictado resolución alguna.

Y ahí te quiero ver.

Funcionarios… «privilegiados»

De la serie: La cueva del burócrata

Yo lo diría más a lo bestia, pero no mejor, así que ahí va y a ver si nos vamos aclarando, tanta cagarela de privilegiados y tantos testículos en ácido acético…

«EL DESPRECIO POLÍTICO AL FUNCIONARIADO

»Con el funcionariado está sucediendo lo mismo que con la crisis económica. Las víctimas son presentadas como culpables y los auténticos culpables se valen de su poder para desviar responsabilidades, metiéndoles mano al bolsillo y al horario laboral de quienes inútilmente proclaman su inocencia. Aquí, con el agravante de que al ser unas víctimas selectivas, personas que trabajan para la Administración pública, el resto de la sociedad también las pone en el punto de mira, como parte de la deuda que se le ha venido encima y no como una parte más de quienes sufren la crisis. La bajada salarial y el incremento de jornada de los funcionarios se aplauden de manera inmisericorde, con la satisfecha sonrisa de los gobernantes por ver ratificada su decisión.

»Detrás de todo ello hay una ignorancia supina del origen del funcionariado. Se envidia de su status -y por eso se critica- la estabilidad que ofrece en el empleo, lo cual en tiempos de paro y de precariedad laboral es comprensible; pero esta permanencia tiene su razón de ser en la garantía de independencia de la Administración respecto de quien gobierne en cada momento; una garantía que es clave en el Estado de derecho. En coherencia, se establece constitucionalmente la igualdad de acceso a la función pública, conforme al mérito y a la capacidad de los concursantes. La expresión de ganar una plaza «en propiedad» responde a la idea de que al funcionario no se le puede «expropiar» o privar de su empleo público, sino en los casos legalmente previstos y nunca por capricho del político de turno. Cierto que no pocos funcionarios consideran esa «propiedad» en términos patrimoniales y no funcionales y se apoyan en ella para un escaso rendimiento laboral, a veces con el beneplácito sindical; pero esto es corregible mediante la inspección, sin tener que alterar aquella garantía del Estado de derecho.

»Los que más contribuyen al desprecio de la profesionalidad del funcionariado son los políticos cuando acceden al poder. Están tan acostumbrados a medrar en el partido a base de lealtades y sumisiones personales, que cuando llegan a gobernar no se fían de los funcionarios que se encuentran. Con frecuencia los ven como un obstáculo a sus decisiones, como burócratas que ponen objeciones y controles legales a quienes piensan que no deberían tener límites por ser representantes de la soberanía popular. En caso de conflicto, la lealtad del funcionario a la ley y a su función pública llega a interpretarse por el gobernante como una deslealtad personal hacia él e incluso como una oculta estrategia al servicio de la oposición. Para evitar tal escollo han surgido, cada vez en mayor número, los cargos de confianza al margen de la Administración y de sus tablas salariales; también se ha provocado una hipertrofia de cargos de libre designación entre funcionarios, lo que ha suscitado entre éstos un interés en alinearse políticamente para acceder a puestos relevantes, que luego tendrán como premio una consolidación del complemento salarial de alto cargo. El deseo de crear un funcionariado afín ha conducido a la intromisión directa o indirecta de los gobernantes en procesos de selección de funcionarios, influyendo en la convocatoria de plazas, la definición de sus perfiles y temarios e incluso en la composición de los tribunales. Este modo clientelar de entender la Administración, en sí mismo una corrupción, tiene mucho que ver con la corrupción económico-política conocida y con el fallo en los controles para atajarla.

»Estos gobernantes de todos los colores políticos, pero sobre todo los que se tildan de liberales, son los que, tras la perversión causada por ellos mismos en la función pública, arremeten contra la tropa funcionarial, sea personal sanitario, docente o puramente administrativo. Si la crisis es general, no es comprensible que se rebaje el sueldo sólo a los funcionarios y, si lo que se quiere es gravar a los que tienen un empleo, debería ser una medida general para todos los que perciben rentas por el trabajo sean de fuente pública o privada. Con todo, lo más sangrante no es el recorte económico en el salario del funcionario, sino el insulto personal a su dignidad. Pretender que trabaje media hora más al día no resuelve ningún problema básico ni ahorra puestos de trabajo, pero sirve para señalarle como persona poco productiva. Reducir los llamados «moscosos» o días de libre disposición -que nacieron en parte como un complemento salarial en especie ante la pérdida de poder adquisitivo- no alivia en nada a la Administración, ya que jamás se ha contratado a una persona para sustituir a quien disfruta de esos días, pues se reparte el trabajo entre los compañeros. La medida sólo sirve para crispar y desmotivar a un personal que, además de ver cómo se le rebaja su sueldo, tiene que soportar que los gobernantes lo estigmaticen como una carga para salir de la crisis. Pura demagogia para dividir a los paganos.

»En contraste, los políticos en el poder no renuncian a sus asesores ni a ninguno de sus generosos y múltiples emolumentos y prebendas, que en la mayoría de los casos jamás tendrían ni en la Administración ni en la empresa privada si sólo se valorasen su mérito y capacidad. Y lo grave es que no hay propósito de enmienda. No se engañen, la crisis no ha corregido los malos hábitos; todo lo más, los ha frenado por falta de financiación o, simplemente, ha forzado a practicarlos de manera más discreta.

Francisco J. Bastida
Catedrático de Derecho Constitucional
Universidad de Oviedo»

Aquí está el artículo original en «La Nueva España»

Gestión sanitaria avanzada

De la serie: La cueva del burócrata

Hay días en que no sé si estoy de un humor de perros o me ponen de un humor de perros. Veréis…

Como mis más antiguos bravos saben, soy un saco de achaques. Para abreviar, diré que en las analíticas me sale de todo menos colesterol y embarazo. En consecuencia, más o menos semestralmente, soy estrechamente vigilado por la médico de familia que me corresponde en la Seguridad Social (abandoné a la endocrinóloga de la privada -que sustituía a la que me había llevado siempre, ya jubilada- por falta de feeling médico-paciente); esta médico de familia es una señora competentísima que, realmente, está muy encima de mis cosas y es verdaderamente muy atenta, conmigo y con mi familia (nos lleva a los cuatro), y la idea de que es así con todos sus pacientes (no concibo otra cosa) constituye un verdadero homenaje a la sanidad pública y más para cuatro duros que le pagan los sinvergüenzas que viven como cardenales a costa del erario público sin mayor mérito que la habilidad felacional en los garitos del partido.

Hace unos meses, algo más de medio año, me realizaron una colonoscopia en la que aparecieron varios pólipos, tantos, que no fue posible sacármelos todos de una vez. Los docs me dijeron que nada, que tranquilo, aunque la Wikipedia dice que eso de los pólipos hiperplásicos en el colon derecho que, bueno, ejem, a veces dan mucho por el culo, nunca mejor dicho. Hubo que hacer una segunda para sacarme más pólipos, que tampoco consiguió sacarlos todos, y la nueva biopsia, ídem de ídem. Un mes o año o siglo de estos deben hacerme una tercera (esta vez con ingreso en hospital de día, vamos a más, como la poli con el PP-CiU) a ver si limpian del todo. La médico que me lleva, por si las moscas, me hizo practicar, adicionalmente, una ecografía abdominal y me derivó al digestólogo para no sé bien qué.

Total, hoy he ido al digestólogo. Un tipo cetrino inamoviblemente sentado detrás de un ordenador que me ha hecho un interrogatorio al que ya he debido responder tropecientas mil veces: la doctora, en primer lugar, después, la enfermera, más tarde -no hace mucho- otra enfermera suplente porque la primera está de baja, y ahora este. En pocas palabras: cada vez que voy a un facultativo, sea quien sea y por lo que sea, me abren una historia clínica nueva: no sé ya cuántas veces habré repetido que hace trece años que no fumo y que bebo, pero poco, que una botella de whisky me dura un año y toda la cagarela de la medicación que tomo, las enfermedades que he tenido y las intervenciones quirúrgicas que me han practicado. Hoy llevaba casi todo el papeleo, pero por pura casualidad, porque el volante de derivación al especialista (en efecto, aún andamos con volantes aunque algo hemos ganado desde los tiempos de Franco: ya no son de color amarillo pipí) estaba en el mismo sobre que el informe de la última colonoscopia, de la ecografía y de la analítica de febrero; un tanto sorprendentemente, porque esa documentación, una vez la he escaneado, la convierto en fideos ipso facto. Y el tío, encima, tuerce el gesto cuando me pide el informe de la primera colonoscopia y le digo que esa fue en octubre y que dónde andará ya, que si tiene Internet se la bajo de la cloud (¡toma ya!) que tengo ahí toda mi documentación médica de los últimos siete años. Si Tom Wolfe hubiera visto la mirada de desdén que me ha echado el fulano, la hubiera descrito como si el tío mirara a un platelminto. Bueno, ha cogido el papeleo que he aportado y se ha puesto a teclear como un poseso en el ordenador. Además, el campeón de la simpatía este es de ese muy irritante género de ingenieros de salud (para lo de médico aún hay clases) que cada vez que observa una variable en el papel reglamentario tuerce el gesto sin decir nada, de modo que te quedas sin saber si estás listo para la autopsia o si piensa que eres un gilipollas cargado de puñetas que le está haciendo perder su criselefantino tiempo por un quítame de allá esa fruslería intestinal.

Para acabarlo de redondear, cuando termina su afanosa tarea de copista de informes, me dice que todo esto lo van a llevar desde Sant Pau (el hospital de referencia de mi centro de asistencia primaria) y que ya me mandarán una carta dándome fecha y hora. Y hala, buenas tardes, a la calle y que pase el siguiente. Entre los desplazamientos de ida y vuelta, la espera y la copistería, una hora y media bien larga para algo que podría haberse solucionado telemáticamente en un plis plas.

Hay momentos en que, más allá de la corrupción generalizada y más allá de la iniquidad de los políticos, no me extraña que a este país le pase lo que le pasa.

Esa historia del papeleo no es nueva ni aislada. Las relaciones documentales entre la médico de familia y yo son tormentosas como un mal de amores de Gustavo Adolfo Bécquer: cuando le llega un informe de analítica, me llama por teléfono para decirme que ya lo puedo pasar a recoger en el mostrador del CAP en un sobre a mi nombre (además, claro, de explicarme lo que ha habido en la analítica y qué procede hacer en consecuencia). Yo no le pido que me lo envíe por correo electrónico porque ya sé que ella no tiene correo electrónico corporativo ni mucho menos escáner, ni propio ni colectivo. Por la misma razón, cuando soy yo el que tiene un informe que debo hacerle llegar (los de colonoscopia, por ejemplo), no puedo hacerlo digitalmente porque la única dirección de correo electrónico corporativa de que ella dispone es colectiva, del servicio, de la planta o de no sé qué, y no reune las condiciones de privacidad debidas (cosa que ella se toma muy en serio, ya creo haber dicho que es una profesional de cojones), así que ya me tienes a mí metiendo el papelorio en un sobre y yendo al CAP a llevárselo.

El caso es que voy a su consulta y ordenador tiene. La pregunta es qué tiene dentro del ordenador. Mi historia clínica, por ejemplo, seguro. Pero no puede compartirla dentro del circuito médico. Yo, que soy un funcionario burocrático sin más, hace unos diecisiete años que puedo compartir documentación con cualquier unidad de mi Departamento mediante red de área local y quizá haga catorce o quince que puedo hacer lo propio con toda la Generalitat mediante protocolos TCP-IP, Internet, para entendernos; pero en 2012, la médico de familia que tengo asignada no puede compartir mi historia clínica con los diversos especialistas que me tratan. Hace unos trece años que fui a parar al ICASS y allí me encontré con un sistema de gestión documental basado en AS-400 implementado con una aplicación gráfica que, bonito, lo que se dice bonito (la pantalla era la emulación de una consola) no era, pero funcionaba como una moto y el papel había sido metódicamente desterrado de aquella unidad. Con este sistema, una oficina de atención al ciudadano del ICASS de Móra d’Ebre, por poner un ejemplo, digitalizaba un determinado documento que aportaba un ciudadano y en minutos -cuando no en segundos- me aparecía en pantalla si había sido dirigido a mí o yo era el gestor que debía hacerse cargo de él. Trece años (y ya estaba cuando llegué yo, aunque es verdad que no hacía mucho, quizá un año, no más). Para no exagerar y no remontarnos demasiado en el tiempo, digamos que debe hacer diez años que todos los funcionarios y muchísimos empleados públicos de la Generalitat disponemos de correo electrónico corporativo propio, y eso es hablar de decenas y más decenas de miles de funcionarios y otros empleados; yo lo tengo desde hace unos quince o dieciséis años, más o menos. Y los médicos del Servei o del Institut Català de la Salud no tienen ni un puto buzón personal de correo electrónico corporativo.

¿Quién coño encarga, qué coño paga, quién coño diseña y quién y qué coño cobra, el esquema de la ¿red? informática del ICS? ¿Qué objetivos, qué finalidades se marcan las auditorías TIC de la sanidad pública?¡Pero si correo electrónico lo tiene hasta mi mujer, enfermera adscrita al sector más desgraciado y arrastrado de la sanidad pública, el sociosanitario! Vale, ahora no hay un duro en ningún cajón, pero… ¿y hace cinco años, diez años, cuando hasta los analfabetos conducían 4×4 y las administraciones públicas ataban a los perros con chistorra?

¿Cuánto nos cuestan estas ineficiencias o, redondamente, deficiencias o, más claramente, negligencias? ¿Qué factura estamos pagando en gestión decimonónica porque hay un batallón de burros digitales señalando prioridades? ¿Pero qué coño es esto de políticos llenándose la boca con la palabra innovación (y no saben lo que es), con palabros como tecnoemprendedores, presentando las start ups (hace cuatro meses, como quien dice, no sabían ni lo que son) como el ungüento amarillo que va a salvar a la patria catalana y tienen a toda la sanidad pública que parece que aún haya de inventar la penicilina?

En el propio Hospital de Sant Pau, nuevecito y flamante, comprobé, con ocasión de una intervención quirúrgica de mi padre y un subsiguiente ingreso largo, de cerca de un mes, cómo se pueden ver unos equipos informáticos fantásticos… pero los pacientes o sus allegados tenemos que ir por los siete mares arrastrando quintales de papel porque si no nadie se aclara. Porque hay historias clínicas que son casi enciclopédicas, no es por nada. Y venga papel. Sostenibilidad, que le dicen.

O sea, que hay más ordenadores que en la NASA (que no habrán salido regalados, por cierto), hay unas redes presuntamente acojonantes pero que no sabemos para qué sirven; vas por las plantas y ves a todo el personal acarreando portátiles. Pero a la hora de la verdad, pobre de ti como falte un papel, porque no veas el drama que se arma para encontrar la información que contenía el jodido manifiesto.

Igualito, igualito que en los tiempos del abuelito. Y casi treinta y siete años que lleva el tío criando malvas…