Pues sí, «El Incordio» llega al final de su singladura y este va a ser su último post.
Es una decisión difícil (ya sé que esto es lo que se suele decir, pero es la verdad) que me ha llevado meses de reflexión, porque han sido casi nueve años (a falta de dos meses escasos). Nueve años que me han dejado un sabor agridulce.
Pero es que en este tiempo han cambiado muchas cosas. Vamos a hacer un poco de historia…
En 2004, la guerra contra la $GAE, inicialmente por el canon digital, pero que acabaría llegando muchísimo más lejos hasta afectar a todo el sistema de distribución musical y cinematográfico, era ya abierta y declarada. Y aunque ahora, como en el París de mayo del 68 o como en la visita de los Beatles a España, resulte que estaba en ella todo el mundo, lo cierto es que estábamos bastante solos. En aquellos momentos, la guerra la librábamos la Asociación de Internautas, algún medio en Internet (pienso en «Libertad Digital» de donde surgiría -en términos de público conocimiento- Enrique Dans), unos pocos miembros de hacklabs (que echaron una mano, muy de agradecer, desde luego, pero que no fueron en absoluto decisivos, como parece pretender Margarita Padilla, que llega al bochornoso extremo de hablar de la guerra de la $GAE sin ni siquiera mencionar a la Asociación de Internautas), Hispalinux (aunque de una manera muy simbólica -salvadas algunas individualidades- debido a su muy peculiar organización y funcionamiento) y, bueno, se producía en aquella época la eclosión de lo que se daría en llamar blogosfera, una pequeña parte de la cual se empeñó también en la dinámica anti$GAE. Sin embargo, el problema sólo llegó a la calle con el esfuerzo de la Asociación de Internautas (a la que, no en vano, las sociedades de gestión señalaron como target principal) que logró poco a poco que fuera bajando a los medios de comunicación ordinarios. No me extiendo más porque, necesariamente, en algún lugar y en algún momento habrá de ser escrita por quienes la libramos, antes de que lo hagan -que vemos que ya lo están haciendo- unos cuantos de los que regresan del mayo del 68 sin haber ido nunca.
Es en este contexto, en este ambiente, en este clima, que nace «El Incordio». «El Incordio» no nació como un elemento más en la lucha contra la $GAE, por más que los acontecimientos acabasen determinándolo fuertemente en este sentido; en realidad, para mí, la batalla del conocimiento se extendía muchísimo más allá. La $GAE era la escenificación made in Spain de un fenómeno tremendamente nocivo para la Humanidad entera y ese fenómeno era -es, por desgracia- la apropiación del conocimiento. No lo llamo apropiacionismo a humo de pajas ni por cabrear al enemigo, por más que, como efecto secundario, me encante. «El Incordio» nació más por los laboratorios farmacéuticos que por las discográficas, aunque haya escrito sobre aquellos mucho menos que sobre éstas; nació más por las patentes de software -y de estas sí que he hablado mucho- que por las patochadas del tal Ramoncín. Pero es lo que pasa con las escenificaciones: que son más atractivas y tienen más morbo que la exposición pura, dura y técnica del problema ampliamente considerado y vi que la labor producía mucho más rendimiento por ese camino.
Cuando «El Incordio» llevaba un año casi exacto en marcha, me saqué de la manga un invento, una suerte de refresco: las paellas de los jueves, un espacio, dividido en tres partes, en el que me salía del guión y hablaba de todo lo que me daba la gana (fundamentalmente, de política) menos de aquello de lo que hablaba todo el resto de la semana. Y tuvo éxito, mira por dónde. Hubo gente, y no poca (más adelante matizaremos las expresiones éxito y mucha gente) que venía a «El Incordio» solamente para leer la paella de los jueves.
Un día, el 1 de julio de 2011, la Guardia Civil entra en el Palacio de Longoria por orden del juaz Ruz, de la Audiencia Nacional, y se lleva por delante a los más característicos directivos de la $GAE, con Teddy Bautista a la cabeza, y acaba imputándoles varios delitos. Ese día murió «El Incordio».
Todavía no sé si no me di cuenta de esa muerte o la realidad fue que no quise dármela. Como dije antes, yo permití -porque no fue casual ni por la fuerza de lo cósmico- que la guerra contra la $GAE determinara el rumbo de mi blog. Barrido Teddy Bautista y toda su tropa, la $GAE tomaba un todavía hoy poco claro nuevo rumbo, Víctor Domingo tomaba un café con Antón Reixa y se entraba en una fase de alto el fuego que todavía perdura, si bien no parece que se haya aprovechado para nada constructivo. Muerta, pues, la $GAE, en tanto que enemigo, la razón de ser de «El Incordio» -si no su razón última, sí, cuando menos, la inmediata-, dejaba a su vez de existir.
A partir de aquí, entré en una etapa de desmotivación progresiva. Falto de norte, quise convertir «El Incordio» en una paella permanente, pero esta etapa -obviamente artificial y falsa- se ha saldado con un fracaso rotundo; es lo que pasa cuando uno busca -y encuentra- una clientela reflexiva e inteligente: que no traga. Los seguidores de «El Incordio» más anti$GAE se fueron con la música a otra parte; y los seguidores de las paellas dieron a entender con su actitud que, para los jueves, estaban bien, pero que todos los días, hartan.
Así, pues, el final estaba cantado. Lo único que siento es que, siendo así, hubiera sido muchísimo más elegante cerrarlo el 2 de julio de 2011 en plan último parte de guerra. En su apogeo.
Decía que había que matizar eso de éxito. Bueno, «El Incordio» ha sido un éxito relativo. Lo ha sido, desde luego, para mí: casi 1.800 artículos y, como es de ver, no son de cuatro líneas. Es un trabajo ingente, una obra importante. Con esos 1.800 artículos podrían llenarse muchos libros, yo, que no tengo perseverancia para escribir uno y me engaño a mí mismo diciéndome que -siempre en términos de aficionado- soy articulista, no escritor.
«El Incordio» nunca ha sido un blog de referencia. Nunca pretendí que lo fuera, perfectamente consciente de que nunca llegaría a conseguirlo porque -entre otros posibles defectos, si es que este lo es- no soy conciso. Me gusta escribir, me gusta explayarme en mis ideas y opiniones. Y afrontar un artículo que, en modo papel, ocupa dos páginas en helvética 10 (con frecuencia, mucho más aún), es algo que disuade a muchísima gente. A tanta como… pongamos al 90 por 100 del cliente potencial. Yo aposté siempre por el otro 10 por 100, el del gusto por la lectura, el reflexivo, el analítico y, sobre todo, el de criterio independiente, el que odia tanto como yo lo políticamente correcto. Y eso creo que lo conseguí. Ese ha sido mi pequeño éxito por más que mis cifras estén a distancia astronómica por detrás de los grandes cracks e la Red: aposté por un tipo de lector y logré ganarlo, aunque ese tipo de lector nunca me permitiría pasar de cifras de visitas ciertamente modestísimas, por no decir verdaderamente pobres. Pero ya decimos en Cataluña que el bote pequeño es el que contiene la buena confitura.
¿Ha terminado la lucha por el conocimiento libre, la lucha contra el apropiacionismo? Ciertamente no, en absoluto. Al contrario, es más necesaria que nunca. Esta última semana hemos visto que el enemigo vuelve a ponerse en marcha; pero es que el otro enemigo, el que piratea conocimiento patentando usos de principios activos (que es mucho más que las fórmulas de sus síntesis que, por supuesto, también patenta), el que quiere acerrojar no sólo el software que crea sino apropiarse también del que crean los demás, no ha dejado nunca de funcionar a toda máquina. Pero ahora ya es otra época. Los años transcurridos desde 2004 hasta ahora son, en términos históricos, una fracción ínfima del desarrollo humano, pero para la Red ha transcurrido una era entera. Aquellos internautas (asociados o por libre) que éramos unos bichos raros y escasos, que andábamos dándole vueltas a una tecnología que parecía cosa de brujería, hoy somos -y puede decirse sin la menor exageración- la ciudadanía en Red. Toda ella. Hoy existen como realidad en pleno funcionamiento, las redes sociales; en aquel entonces eran, en el más avanzado de los casos, simples ideas, simples proyectos. Hoy se lucha de otra manera y los viejos combatientes de antaño tenemos que adaptarnos o ceder espacio a otros. También con otras máquinas: el PC ha tenido que ceder espacio a tabletas y terminales de telefonía móvil y hoy la dinámica internauta se mueve a prácticamente todas las horas del día, no como antes, que quedaba reducida a las horas de ordenador.
¿Y yo?
Bueno, voy a seguir ahí, siempre en lo mismo. En las redes sociales y, bueno, si de vez en cuando me pica el gusanillo de un artículo de los míos siempre encontraré un huequecito en la amorosa web de la Asociación de Internautas. En cuyo seno voy a continuar, por supuesto, y en activo, por supuestísimo.
En lo demás, voy a tomarme un tiempo sabático difícil de prever. Puede ser un mes, o un año. Dudo que más. Pero sí dudo que vuelva con otro proyecto como «El Incordio». Tengo muchos centros de interés (la aeronáutica, la fotografía, la arquitectura, la historia, la cocina…) y me gustaría profundizar en algunos de ellos. No en todos porque, hasta tanto llegue la jubilación -que ya veremos qué llega y cuándo- el tiempo no da para más, pero la verdad es que a veces veo bitácoras de lo que yo llamo contenido amable, que no tienen otra finalidad que la de satisfacer a su autor, sin más, y si la ven muchos, pues muchos, y si uno, pues uno, en las que se habla lo mismo de un cosido que de un fregado. Y ¿qué queréis? me dan envidia, ver esa placidez y esa tranquilidad amigable y sin complicaciones… Hay quien me ha dicho que no seré capaz, que yo necesito dar caña, que yo no soy hombre de escribir sobre violetitas y sobre lo lindos que son los gatitos pequeños, que lo mío es el fuego a discreción con el arma más bestia cuyo retroceso pueda soportar. Quizá sea así y, si es así, bien, quizá volvería a cabalgar «El Incordio». Pero no me gustaría que tomárais este comentario por lo que no es: estoy diciendo que cierro «El Incordio», no que cesa provisionalmente en la convicencia; eso son mariconadas. Que no concibáis esperanzas. A fecha de hoy, no tengo la menor intención de volverlo a poner en marcha.
Queda el capítulo de rigor: los agradecimientos. De rigor, formulario y todo lo que se quiera, pero no menos justo y necesario. El primer agradecimiento es para mis lectores. Para ese diez por ciento de gente (¡mis bravos!) que en algún momento ha conectado conmigo. Agradecimiento que es igual para el que sigue «El Incordio» desde que empezó, inocente e inmaduro, en aquel mayo de 2004 y hasta hoy, para el que lo ha seguido durante un año o quizá seis meses, o incluso para el que lo descubrió el otoño pasado y lo ha seguido hasta hoy. Uno escribe para que le lean y, muchos o pocos, habéis sido la razón de ser, la finalidad misma, de todo lo que he escrito. Pido disculpas, eso también es de rigor, a todos aquellos a los que haya podido molestar involuntariamente; no las pido, por supuesto, a todos aquellos a quienes me ha complacido pisar el callo con toda intención durante nueve años, a los que espero que les duela lacerantemente para los restos cada vez que se pongan una mísera zapatilla.
Tengo que dar las gracias a mis comentaristas. El comentario es el verdadero rédito de un blog, un enriquecimiento que nunca se agradece lo suficiente. Y un halago enorme: suscitar la inversión de tiempo y de esfuerzo, en la medida que sea, de un tercero, es algo que, de verdad, llena de orgullo.
No puedo dejar de dar las gracias tampoco a todos aquellos que, en mis momentos bajos, que ha habido unos cuantos, me han animado a continuar, me han dado el calor necesario para seguir adelante. Sin ellos «El Incordio» hubiera muerto hace muchísimo tiempo víctima de una pájara cualquiera, y quizá hubieran dejado de escribirse sus mejores páginas.
En fin, creo que está dicho todo. Bueno, todo, en realidad, no, pero prefiero dejarlo aquí.
Para mí ha sido una experiencia estupenda, que sólo esta tecnología me podía permitir, y este bagaje siempre estará ahí.
Recibid todos un sentido abrazo y hasta siempre.