Hasta aquí hemos llegado

Pues sí, «El Incordio» llega al final de su singladura y este va a ser su último post.

Es una decisión difícil (ya sé que esto es lo que se suele decir, pero es la verdad) que me ha llevado meses de reflexión, porque han sido casi nueve años (a falta de dos meses escasos). Nueve años que me han dejado un sabor agridulce.

Pero es que en este tiempo han cambiado muchas cosas. Vamos a hacer un poco de historia…

En 2004, la guerra contra la $GAE, inicialmente por el canon digital, pero que acabaría llegando muchísimo más lejos hasta afectar a todo el sistema de distribución musical y cinematográfico, era ya abierta y declarada. Y aunque ahora, como en el París de mayo del 68 o como en la visita de los Beatles a España, resulte que estaba en ella todo el mundo, lo cierto es que estábamos bastante solos. En aquellos momentos, la guerra la librábamos la Asociación de Internautas, algún medio en Internet (pienso en «Libertad Digital» de donde surgiría -en términos de público conocimiento- Enrique Dans), unos pocos miembros de hacklabs (que echaron una mano, muy de agradecer, desde luego, pero que no fueron en absoluto decisivos, como parece pretender Margarita Padilla, que llega al bochornoso extremo de hablar de la guerra de la $GAE sin ni siquiera mencionar a la Asociación de Internautas), Hispalinux (aunque de una manera muy simbólica -salvadas algunas individualidades- debido a su muy peculiar organización y funcionamiento) y, bueno, se producía en aquella época la eclosión de lo que se daría en llamar blogosfera, una pequeña parte de la cual se empeñó también en la dinámica anti$GAE. Sin embargo, el problema sólo llegó a la calle con el esfuerzo de la Asociación de Internautas (a la que, no en vano, las sociedades de gestión señalaron como target principal) que logró poco a poco que fuera bajando a los medios de comunicación ordinarios. No me extiendo más porque, necesariamente, en algún lugar y en algún momento habrá de ser escrita por quienes la libramos, antes de que lo hagan -que vemos que ya lo están haciendo- unos cuantos de los que regresan del mayo del 68 sin haber ido nunca.

Es en este contexto, en este ambiente, en este clima, que nace «El Incordio». «El Incordio» no nació como un elemento más en la lucha contra la $GAE, por más que los acontecimientos acabasen determinándolo fuertemente en este sentido; en realidad, para mí, la batalla del conocimiento se extendía muchísimo más allá. La $GAE era la escenificación made in Spain de un fenómeno tremendamente nocivo para la Humanidad entera y ese fenómeno era -es, por desgracia- la apropiación del conocimiento. No lo llamo apropiacionismo a humo de pajas ni por cabrear al enemigo, por más que, como efecto secundario, me encante. «El Incordio» nació más por los laboratorios farmacéuticos que por las discográficas, aunque haya escrito sobre aquellos mucho menos que sobre éstas; nació más por las patentes de software -y de estas sí que he hablado mucho- que por las patochadas del tal Ramoncín. Pero es lo que pasa con las escenificaciones: que son más atractivas y tienen más morbo que la exposición pura, dura y técnica del problema ampliamente considerado y vi que la labor producía mucho más rendimiento por ese camino.

Cuando «El Incordio» llevaba un año casi exacto en marcha, me saqué de la manga un invento, una suerte de refresco: las paellas de los jueves, un espacio, dividido en tres partes, en el que me salía del guión y hablaba de todo lo que me daba la gana (fundamentalmente, de política) menos de aquello de lo que hablaba todo el resto de la semana. Y tuvo éxito, mira por dónde. Hubo gente, y no poca (más adelante matizaremos las expresiones éxito y mucha gente) que venía a «El Incordio» solamente para leer la paella de los jueves.

Un día, el 1 de julio de 2011, la Guardia Civil entra en el Palacio de Longoria por orden del juaz Ruz, de la Audiencia Nacional, y se lleva por delante a los más característicos directivos de la $GAE, con Teddy Bautista a la cabeza, y acaba imputándoles varios delitos. Ese día murió «El Incordio».

Todavía no sé si no me di cuenta de esa muerte o la realidad fue que no quise dármela. Como dije antes, yo permití -porque no fue casual ni por la fuerza de lo cósmico- que la guerra contra la $GAE determinara el rumbo de mi blog. Barrido Teddy Bautista y toda su tropa, la $GAE tomaba un todavía hoy poco claro nuevo rumbo, Víctor Domingo tomaba un café con Antón Reixa y se entraba en una fase de alto el fuego que todavía perdura, si bien no parece que se haya aprovechado para nada constructivo. Muerta, pues, la $GAE, en tanto que enemigo, la razón de ser de «El Incordio» -si no su razón última, sí, cuando menos, la inmediata-, dejaba a su vez de existir.

A partir de aquí, entré en una etapa de desmotivación progresiva. Falto de norte, quise convertir «El Incordio» en una paella permanente, pero esta etapa -obviamente artificial y falsa- se ha saldado con un fracaso rotundo; es lo que pasa cuando uno busca -y encuentra- una clientela reflexiva e inteligente: que no traga. Los seguidores de «El Incordio» más anti$GAE se fueron con la música a otra parte; y los seguidores de las paellas dieron a entender con su actitud que, para los jueves, estaban bien, pero que todos los días, hartan.

Así, pues, el final estaba cantado. Lo único que siento es que, siendo así, hubiera sido muchísimo más elegante cerrarlo el 2 de julio de 2011 en plan último parte de guerra. En su apogeo.

Decía que había que matizar eso de éxito. Bueno, «El Incordio» ha sido un éxito relativo. Lo ha sido, desde luego, para mí: casi 1.800 artículos y, como es de ver, no son de cuatro líneas. Es un trabajo ingente, una obra importante. Con esos 1.800 artículos podrían llenarse muchos libros, yo, que no tengo perseverancia para escribir uno y me engaño a mí mismo diciéndome que -siempre en términos de aficionado- soy articulista, no escritor.

«El Incordio» nunca ha sido un blog de referencia. Nunca pretendí que lo fuera, perfectamente consciente de que nunca llegaría a conseguirlo porque -entre otros posibles defectos, si es que este lo es- no soy conciso. Me gusta escribir, me gusta explayarme en mis ideas y opiniones. Y afrontar un artículo que, en modo papel, ocupa dos páginas en helvética 10 (con frecuencia, mucho más aún), es algo que disuade a muchísima gente. A tanta como… pongamos al 90 por 100 del cliente potencial. Yo aposté siempre por el otro 10 por 100, el del gusto por la lectura, el reflexivo, el analítico y, sobre todo, el de criterio independiente, el que odia tanto como yo lo políticamente correcto. Y eso creo que lo conseguí. Ese ha sido mi pequeño éxito por más que mis cifras estén a distancia astronómica por detrás de los grandes cracks e la Red: aposté por un tipo de lector y logré ganarlo, aunque ese tipo de lector nunca me permitiría pasar de cifras de visitas ciertamente modestísimas, por no decir verdaderamente pobres. Pero ya decimos en Cataluña que el bote pequeño es el que contiene la buena confitura.

¿Ha terminado la lucha por el conocimiento libre, la lucha contra el apropiacionismo? Ciertamente no, en absoluto. Al contrario, es más necesaria que nunca. Esta última semana hemos visto que el enemigo vuelve a ponerse en marcha; pero es que el otro enemigo, el que piratea conocimiento patentando usos de principios activos (que es mucho más que las fórmulas de sus síntesis que, por supuesto, también patenta), el que quiere acerrojar no sólo el software que crea sino apropiarse también del que crean los demás, no ha dejado nunca de funcionar a toda máquina. Pero ahora ya es otra época. Los años transcurridos desde 2004 hasta ahora son, en términos históricos, una fracción ínfima del desarrollo humano, pero para la Red ha transcurrido una era entera. Aquellos internautas (asociados o por libre) que éramos unos bichos raros y escasos, que andábamos dándole vueltas a una tecnología que parecía cosa de brujería, hoy somos -y puede decirse sin la menor exageración- la ciudadanía en Red. Toda ella. Hoy existen como realidad en pleno funcionamiento, las redes sociales; en aquel entonces eran, en el más avanzado de los casos, simples ideas, simples proyectos. Hoy se lucha de otra manera y los viejos combatientes de antaño tenemos que adaptarnos o ceder espacio a otros. También con otras máquinas: el PC ha tenido que ceder espacio a tabletas y terminales de telefonía móvil y hoy la dinámica internauta se mueve a prácticamente todas las horas del día, no como antes, que quedaba reducida a las horas de ordenador.

¿Y yo?

Bueno, voy a seguir ahí, siempre en lo mismo. En las redes sociales y, bueno, si de vez en cuando me pica el gusanillo de un artículo de los míos siempre encontraré un huequecito en la amorosa web de la Asociación de Internautas. En cuyo seno voy a continuar, por supuesto, y en activo, por supuestísimo.

En lo demás, voy a tomarme un tiempo sabático difícil de prever. Puede ser un mes, o un año. Dudo que más. Pero sí dudo que vuelva con otro proyecto como «El Incordio». Tengo muchos centros de interés (la aeronáutica, la fotografía, la arquitectura, la historia, la cocina…) y me gustaría profundizar en algunos de ellos. No en todos porque, hasta tanto llegue la jubilación -que ya veremos qué llega y cuándo- el tiempo no da para más, pero la verdad es que a veces veo bitácoras de lo que yo llamo contenido amable, que no tienen otra finalidad que la de satisfacer a su autor, sin más, y si la ven muchos, pues muchos, y si uno, pues uno, en las que se habla lo mismo de un cosido que de un fregado. Y ¿qué queréis? me dan envidia, ver esa placidez y esa tranquilidad amigable y sin complicaciones… Hay quien me ha dicho que no seré capaz, que yo necesito dar caña, que yo no soy hombre de escribir sobre violetitas y sobre lo lindos que son los gatitos pequeños, que lo mío es el fuego a discreción con el arma más bestia cuyo retroceso pueda soportar. Quizá sea así y, si es así, bien, quizá volvería a cabalgar «El Incordio». Pero no me gustaría que tomárais este comentario por lo que no es: estoy diciendo que cierro «El Incordio», no que cesa provisionalmente en la convicencia; eso son mariconadas. Que no concibáis esperanzas. A fecha de hoy, no tengo la menor intención de volverlo a poner en marcha.

Queda el capítulo de rigor: los agradecimientos. De rigor, formulario y todo lo que se quiera, pero no menos justo y necesario. El primer agradecimiento es para mis lectores. Para ese diez por ciento de gente (¡mis bravos!) que en algún momento ha conectado conmigo. Agradecimiento que es igual para el que sigue «El Incordio» desde que empezó, inocente e inmaduro, en aquel mayo de 2004 y hasta hoy, para el que lo ha seguido durante un año o quizá seis meses, o incluso para el que lo descubrió el otoño pasado y lo ha seguido hasta hoy. Uno escribe para que le lean y, muchos o pocos, habéis sido la razón de ser, la finalidad misma, de todo lo que he escrito. Pido disculpas, eso también es de rigor, a todos aquellos a los que haya podido molestar involuntariamente; no las pido, por supuesto, a todos aquellos a quienes me ha complacido pisar el callo con toda intención durante nueve años, a los que espero que les duela lacerantemente para los restos cada vez que se pongan una mísera zapatilla.

Tengo que dar las gracias a mis comentaristas. El comentario es el verdadero rédito de un blog, un enriquecimiento que nunca se agradece lo suficiente. Y un halago enorme: suscitar la inversión de tiempo y de esfuerzo, en la medida que sea, de un tercero, es algo que, de verdad, llena de orgullo.

No puedo dejar de dar las gracias tampoco a todos aquellos que, en mis momentos bajos, que ha habido unos cuantos, me han animado a continuar, me han dado el calor necesario para seguir adelante. Sin ellos «El Incordio» hubiera muerto hace muchísimo tiempo víctima de una pájara cualquiera, y quizá hubieran dejado de escribirse sus mejores páginas.

En fin, creo que está dicho todo. Bueno, todo, en realidad, no, pero prefiero dejarlo aquí.

Para mí ha sido una experiencia estupenda, que sólo esta tecnología me podía permitir, y este bagaje siempre estará ahí.

Recibid todos un sentido abrazo y hasta siempre.

Evolución, revolución, involución

De la serie: Esto es lo que hay

Lo que ha ocurrido con las elecciones italianas debería llevar a profundas meditaciones en muchos palacios. Y, bien, parece que sí, que en algunos sí que están empezando a hacerse preguntas; en otros, sin embargo, se mantienen en sus trece, erre que erre; o, mejor -aunque más macarrónicamente- expresado, erren que erren.

Una persona de mi entorno comentaba ayer, al hilo de todo esto, que en España unas elecciones probablemente arrojarían resultados parecidos, con variaciones peculiares, seguramente (no tenemos berlusconis ni beppegrillos) pero de parecida índole y aseguraba que si la situación actual se prolonga, esto va camino de una revolución. Y yo le maticé: de una revolución, no: de una revuelta. Que es peor.

Una revolución es un proceso que empuja una alternativa concreta. Una revolución se hace para algo, para cambiar un régimen político, un sistema o un estado de cosas tenido por indeseable por otra cosa más conveniente. Y puede ser violenta o pacífica, indistintamente, sin que el hecho de la violencia o no violencia le añada o quite valor. Y siendo pacífica, puede ser incluso legal (por ejemplo, una cantidatura electoral que propugna el cambio de sistema constitucional y gana las elecciones por muy amplia mayoría) o puede ser asimismo pacífica, pero saltándose la legalidad, un estado de subversión pura y dura que triunfa sin más al no encontrar defensores el establishment cuestionado. Revoluciones violentas conocemos todos, así que no pierdo tiempo en ejemplos. Un ejemplo de revolución pacífica subvirtiendo la legalidad puede serlo la proclamación de la IIª República española. Y un ejemplo de revolución pacífica dentro de la legalidad podía serlo la Transición española, pero lo digo con la boquita pequeña porque su cualidad de revolución podría estar muy cuestionada; incluso la de legalidad, si hacemos caso -que no se lo hacemos- a ultramontanos del viejo régimen.

La revuelta es el estallido, sin más. La revuelta es el impulso destructivo producto del hartazgo. Con ella, sólo pueden pasar dos cosas: o que un proyecto revolucionario preexistente sepa cabalgar sobre ella y hacerla suya y convierta la revuelta en una revolución violenta -lo que, según las circunstancias, podría conducir, paradójicamente, a pacificarla- o que la revuelta se vea sofocada, sin más. Y esto último puede acontecer por propia dinámica -las revueltas no duran indefinidamente, terminado el combustible, o sea, satisfecha la ira, termina el fuego- o bien puede verse sofocada por la represión del sistema. En el supuesto revolucionario se deduciría una evolución, en caso de sofocación por el sistema se iría, con casi toda seguridad a una involución, y si la revuelta se produce y se apaga sola, vete a saber…

En este momento, hay un importante caldo de cultivo en España para una revuelta: angustia generalizada por los gravísimos problemas económicos forzados desde Bruselas por una situación financiera catastrófica que los ciudadanos no han causado (por más que se les intente acusar de ello), un paro inasumible que, encima, sigue creciendo imparablemente, una cantidad absolutamente brutal de desahucios por morosidad hipotecaria que convive con un parque de viviendas vacías inmenso, una irritación creciente ante una situación de corrupción política generalizada y enorme, sujeto a poquísimas excepciones que, además, se van reduciendo con el paso de los meses y cuyo ámbito e intensidad aumenta cada día (y con un tempo que cada vez me parece ver más claro que responde a una programación), con una monarquía cuestionada a la totalidad por amplios -y, desde luego, abrumadoramente mayoritarios- ámbitos de la ciudadanía, no en menor medida por su directa, estrecha y cada vez más clara relación con la corrupción política de la que habría sacado tajada, y con la estructura territorial del Estado impugnada desde dos regiones, una de las cuales ha lanzado un órdago a plazo fijo. Y las próximas elecciones generales deberían esperar aún casi tres años.

La cuestión es: ¿aguantará esta legislatura (no este Gobierno: esta legislatura) tres años? Yo creo que no. Y muchísima gente -de la calle, pero no pocos analistas de fuste- lo tiene también claro. Yo lo veo así: si el PP se empecina en mantener la legislatura los tres años que aún le quedan, la revuelta hay que darla por descontada. No sé si se producirá mañana, el mes que viene o el año próximo, pero que esto no aguanta tres años, es folklore en cátedras y en barracas. A menos, claro está que hubiera un cambio radical de política, pero parece difícil que un PP hipotecadísimo con todos los lobbyes financieros del universo (y con no pocos que no son propiamente financieros) y doblegado a los designios de Berlín, afronte ese cambio tan radical que constituiría a única alternativa de continuidad del statu quo.

El problema es que la alternativa, una disolución parlamentaria y convocatoria de comicios generales, no sé hasta qué punto es alternativa puesto que… no la hay. Sí, quizá podría surgir aquí un Beppe Grillo (¿Wyoming podría hacer ese papel, quizá?), pero tampoco veo qué podría solucionar un beppegrillo o un wyoming ni aún como gobernantes o como bisagras de partidos más convencionales. La clase política española, la Casta, está completamente quemada. Completamente. Incluso para muchos que la votan, IU & Etc. constitye una alternativa menos mala, pero está lejos de lo bueno, no deja de ser la parte menos incomestible del plato del sistema. Y más allá de ellos… ¿qué hay? Dentro del sistema, por supuesto, nada (porque en definitiva, el que está quemado es el propio sistema); pero es que fuera tampoco se atisba ni siquiera una molécula de alternativa (no: los actuales extraparlamentarios no lo son; en la práctica totalidad de los casos o son restos de naufragios anteriores -ahí tienes a falanges, comunismos irredentos rojos o amarillos y cosas raras en general- o se trata de formaciones o bien univectoriales -los Piratas, por ejemlo- o de pequeñas organizaciones en las que, más allá de un eventual voto de protesta, nadie depositaría su confianza).

Después están los atajos, los ungüentos amarillos que lo solucionan todo, pero que nadie sabe cómo, lo que podríamos llamar la «homeopatía política». En este campo, destacan, por un lado, el republicanismo (del que, a un nivel sentimental, participo) y, por el otro, el independentismo. Y los dos casos son lo mismo por la misma razón: indefinición. En mi aspecto personal, la única diferencia es mi afección republicana y mi desafección independentista pero, repito, se trata de una cuestión puramente sentimental. Para dar un sí o un no racional, lo que quiero ver son proyectos constitucionales, completos y articulados. Porque una república puede ser un régimen presidencialista al estilo o bien francés o bien estadounidense (que son dos presidencialismos diferentes), o, efectivamente, como muchos objetan, una monarquía que se cambia cada cuatro años. ¿Y cómo se estructuraría la territorialización del Estado? ¿Centralizado, acaso? ¿Autonómico? ¿Federal? Y por cierto: ¿cuál es la diferencia entre uno u otro? Y con la independencia, lo mismo. Oh, que en Cataluña ataremos los perros con longanizas tan pronto nos quitemos a España de encima. Y unas narices, hay muchísimas razones para penar que eso no va a ser así en absoluto. Pero, además de eso, antes de sacar banderas e himnos, quiero ver un proyecto constitucional, igual que en el caso republicano. Porque, claro, capitaneando CiU la cosa, tengo mis sospechas de que una Cataluña independiente no fuera a ser más de lo mismo y para este viaje no harían falta alforjas ni andar poniendo fronteras de la señorita Pepis. Eso aún suponiendo que yo fuera alérgico a España, cosa de la que estoy muy lejos.

En resumen: además de una crisis económica de caballo, además de una crisis política enorme, además de una fractura social bestial y además de una estructura estatal que se derrumba por momentos, tenemos un lío que nadie tiene, en realidad, la menor idea de cómo resolver. No hay alternativa. Y si la hay, no es todavía visible -quizá ni siquiera intuible- ni, en consecuencia, es aún practicable.

Hasta hoy hemos vivido agobiados y atemorizados. Que no tengamos por delante el terror y el dolor.

Cultura política y democrática

De la serie: Historias de mi ciudad

Ayer se celebró el Consell de Barri de mi barrio, con perdón por la redundancia. Vaya, fue más interesante que otros, quizá porque fue más sustantivo y se habló de política de barrio, que es de lo que se debe hablar en este tipo de actos; seguramente debemos agradecerle al frío intenso, inusual en Barcelona, la ausencia de un importante sector de tercera edad que toma los consejos de barrio como un libro de reclamaciones creyéndose que con ello puentea los cauces normales de atención ciudadana del Ayuntamiento que, en realidad, son mucho más rápidos y eficaces.

Y aunque esta vez se pudo salvar el festival semestral de la cagada de perro y de las cajas del frutero, se volvió a caer, y en proporción aún mayor de la que en su día ya comenté (CAT), en confusiones sobre la representatividad de las entidades.

Me explico un poco para que los lectores habituales ajenos a esta problemática, que lo son casi todos, se ubiquen y entiendan.

Los consejos de barrio son actos, ahora semestrales, en los que el Ayuntamiento barcelonés, en la cabeza de su concejal de distrito, dialoga directamente con los ciudadanos (que pueden asistir y hablar libremente) sobre los problemas que afectan a un barrio concreto. En Barcelona, los barrios constituyen una división administrativa subordinada a los distritos. Estos consejos no son órganos decisorios pero sí podríamos decir negociatorios, o sea que de sus debates pueden deducirse compromisos políticos por parte del Ayuntamiento. Otra cosa es que se cumplan o no, pero ese ya es otro tema.

En mi barrio concreto (El Congrés i els Indians) hay, además, una mesa de entidades y una mesa monotemática sobre el canódromo. La mesa de entidades es una mesa de dialogo y negciación entre las entidades cívicas del barrio, por un lado, y la administración municipal, por otro; la mesa del canódromo es lo mismo, pero específicamente dedicado a la problemática del que fue Canódromo Meridiana -creo que el último que funcionó en España- parte de cuyas instalaciones están catalogadas, lo que lo salvó hace seis o siete años de ser demolido y de constituir una nueva víctima de la rapacidad inmobiliaria que ya olfateaba sangre por aquel sector. El achuntamén (entonces socialista) compró el solar -que costó una pastísima- y… ya no supo qué hacer con él. Lógicamente, el barrio demanda equipamientos y, bueno, parece que sí, que se van a hacer unos cuantos y que aquello va a ser sede, además, de un equipamiento cultural y, bueno, seis años después, la cosa aún está en fase de diseño, pero lo que ocurre ahora es que no hay pasta. Un parking subterráneo que yo ya creía cosa decidida, resultó ayer que no, que no está decidido aún, y si se decide, será lo primero que habrá que hacer, de modo que así estamos. Seis años, insisto.

Pues este tema del canódromo constituyó prácticamente la mitad de la temática que se trató ayer y, a su socaire, volvió a darse un problema nada nuevo de cultura política. Resulta que uno de los representantes políticos -no recuerdo ni tengo mayor interés en recordar de qué partido- insistió en que el concejal había prometido un consejo de barrio extraordiario sobre el canódromo y reclamaba la celebración de este consejo de barrio. El concejal se ratificó en el compromiso de celebrarlo, pero alegó que tenía que acabar de perfilar todos los temas que habrían de tocarse en él (dentro del global del canódromo en cuestión) y que confiaba en que, estudiados estos temas, se celebraría el consejo poco antes o poco después de Semana Santa. Entonces se levantó el representante de la Asociación de Vecinos reclamando que previamente se consultara con la mesa del canódromo y alegando que él, como representante de la Asociación, representaba a su vez a los vecinos del barrio, cosa que fue enérgicamente contestada por el representante de una plataforma vecinal alternativa que hace ya algunos años que se constituyó. Y yo me quedé de pasta de boniato.

Señores: como ya dije una vez -véase enlace anterior- las asociaciones, plataformas y demás entidades no representan sino a sus socios -papeles canten: veamos los libros de afiliación- y a las voluntades vecinales cuya adhesión susciten a cada momento y tema, adhesión que no se supone por las buenas, sino que debe ser, en todo caso, demostrada. Y demostrada es demostrada, no simplemente alegada.

Señores: los únicos representantes de los vecinos que pueden ser indiscutiblemente tenidos como tales, son los que salen de las urnas en las elecciones municipales. Con independencia o no de que nos gusten los resultados de las elecciones municipales, pero es que la cosa funciona así y si no ha de funcionar así, o se establece una alternativa legal y ordenada (o sea, otro sistema político, hablando en plata) o se convierte esto en una casa de putas.

Señores: las mesas dichosas, están muy bien cuando constituyen espacios de trabajo que el entorno asambleario no permite fácilmente (incluso las asambleas del 15-M tuvieron que acabar formando comisiones de esto y de lo otro porque, si no, no había forma de llevar a cabo un trabajo eficiente… en su caso) pero cuando las mesas pretenden -como verdaderamente están pretendiendo- sustituir o incluso superponerse a la expresión directa del vecindario en el Consejo de Barrio, como en realidad está ocurriendo, cuando las mesas acaban constituyendo un pretexto para puentear al Consejo -como, de hecho, las ha utilizado alguna vez la administración municipal en este sentido- entonces las mesas dejan de ser, para el barrio y para los vecinos, un ámbito de eficiencia para pasar a ser otro podercillo interpuesto, más a la contra que por la banda, como decía el barbero del chiste. Un inconveniente más que una ventaja.

Y es que en un país tan democráticamente cutre, la sociedad civil no ha encontrado aún una ubicación idónea y o se pasa -como ayer pudimos ver claramente- creyéndose único vector democrático (como sí pudo serlo en tiempos del franquismo) o se queda corta, generalmente ninguneada por los políticos. No sorprende que esto sea así en un sistema que parte de una Constitución que fue diseñada sin contar con la ciudadanía y al concreto fin de ningunear a la ciudadanía; lo que nos ocurre ahora es que una casta política de ínfimo nivel y rebozada en una corrupción intensiva y extensiva tremendamente cronificada nos ha permitido ver lo que no quisimos ver en treinta años: que el rey está desnudo (por lo menos, en sentido metafórico). Y esa desubicación lleva a ideas erróneas o a actitudes arcaicas (¡mira que constituirse por las buenas en representante del entero vecindario!) por parte de algunos. No hubiera resultado políticamente elegante, pero el concejal hubiera pordido responder con toda razón y con toda propiedad: «Señor, el único representante de los vecinos que hay aquí soy yo».

La buena voluntad, en términos generales, no la niego, ojo. Soy miembro de la Asociación de Vecinos y conozco a la persona a la que me estoy refiriendo (que a mí sí me representa: estoy en el libro y lo estoy porque quiero) y es un tío que echa muchísimas horas de trabajo voluntario en diversos proyectos de la Asociación, además de participar en la gestión de la misma, la cual indudablemente trabaja en pro del barrio (en su propia visión o interpretación de los intereses del barrio) y ha obtenido resultados que en mi opinión y, supongo, en la de los demás socios (y en la de muchos otros que no están asociados, pero que no sé si constituyen o no mayoría vecinal) son muy positivos para el barrio. Pero de ahí a representarlo, va un trecho muy largo que no puede sortearse en un salto dialéctico.

Estamos muy lejos, tanto en términos individuales como colectivos, de tener en este país una cultura cívica y democrática de verdadero nivel europeo. Quizá por eso, a las primeras de cambio, nos sale el pelo de la dehesa. Y es un problema muy grave porque la cultura cívica y democrática no se aprende solamente en la escuela, con o sin educación para la ciudadanía sino que se aprende con la práctica, con la práctica diaria, con el ejercicio cotidiano de la vida en sociedad en el entorno vecinal, sindical, político, asistencial o cualquiera otro de similar índole. Pero todo ello, además, con una correcta incardinación de esa sociedad civil, constituida por esa vida en sociedad organizada, en el ámbito político general.

Y ese es otro desafío que tiene que plantearse esa soñada reforma constitucional que no acaba de llegar y que no sé si tendremos clara cuando llegue.

Ay.

Amenaza borrasca

De la serie: Correo ordinario

No suelo creer en la casualidad de la sucesión de ciertos hechos. Ni yo ni nadie. Hace muy poco más de un mes, Rajoy recibía a puerta cerradísima -que es la forma habitual en que los populacheros estos hacen las cosas- a Christopher Dodds, el preboste máximo del apropiacionismo norteamericano, la MPAA, es decir, la industria del cine. Pocos días después, empezaba a correr la voz de que España iba a volver a ser incluida en la famosa lista 301, esa lista que es como el Cuélebre o el piojo verde, misteriosa, ignota y que supone, al parecer, interdicciones comerciales importantes para el desgraciado que va a parar a ese averno. Países tan subdesarrollados, por ejemplo, como Canadá o como Suiza están en él. Poco después nos trasciende a la Asociación de Internautas un borrador del hilo por el que va a discurrir la reforma de la Ley de Propiedad Intelectual, borrador que ya ha circulado por toda la Red. Y nos llega ahora la noticia de una convocatoria de la Coalición de Creadores e Industrias, al mando ahora de la ínclita Carlota Navarrete, sucesora que fue de Pedro Farré cuando éste, antes de tener razones con la Justicia, decidió abandonar este mundo y sus pompas, no sin antes efectuar encargos de consultoría a altas horas de la madrugada (de la calaña de esta señora sabemos, además, algunas cosas por propia mano); la convocatoria tiene como fin -por enésima y cansina vez- «poner de relieve el gran efecto que la Piratería de Contenidos Digitales (sic, incluso en las mayúsculas) tiene en España en las industrias de: Música, Videojuegos, Cine y Libros (sic, sobre todo en las mayúsculas), así como su impacto en el empleo, la hacienda pública o en el mercado potencial dispuesto a pagar por estos contenidos». O sea, lo de siempre, lo que llevan ya años rebuznando pese a lo mal que disimulan que no se lo creen ni ellos mismos (particularmente hilarante lo del mercado potencial).

Cada una de estas cosas, por separado, es irrelevante, o casi. De todas tenemos abundantes muestras anteriores y nos conocemos de memoria la cagarela. Que el imperio del copyright visita a nuestros dirigentes -o se hace visitar por ellos- para ponerlos firmes y descubrirse a la orden, no era nada nuevo: lo sabíamos y nos lo demostró -papeles cantan- Wikileaks; que tienen debidamente alineados a esos mismos dirigentes para que se promulguen las normas al gusto y ganas de la industria y sus corifeos (entidades de gestión, creadores apalancados, y demás), también es folklore en los ámbitos de la cultura libre; lo de la lista 310 ya es como lo que hacen las gaditanas con las bombas que tiran los fanfarrones; y, bueno, lo de las conferencias de prensa lloronas pretendiendo que el PIB español de un sector enteramente marginal es casi tan importante como [fue] el ladrillo o es el turismo, a base de hinchar unas cifras tan manipuladas que producen diarrea de la misma risa, es también habitual. Una por una, ninguna de estas cosas es, a estas alturas, demasiado digna ya de tener en cuenta. Pero cuando en rápida y nada casual sucesión se juntan las cuatro, es cosa ya de tocar generala, por no decir toque de degüello.

Realmente ya tardaban, las cosas como son. Con un Gobierno que, ya desde un principio, parece que se propuso hacer buena la escoria zapateril, dirigido por un pobre hombre que esconde su renta baja como político bajo la apariencia (sin sustancia alguna) de una galleguidad suficiente y sobrante como para que sus paisanos le dejaran las posaderas reducidas a escombros a puro puntapié, atado de pies y manos a cualquier imposición para la que parece bastar que le hablen alto, como se decía que no toleraban los Tercios Viejos, pero sí esta peña de indocumentados, y, encima, con la que está cayendo, de recortes en todo lo básico del sector público, destruyéndose la sanidad, la educación, el sistema de pensiones, la justicia (que ya no empezó esta triste época nada boyante), la renta de las familias, la existencia misma de una clase media, que tardó cincuenta años largos en levantarse, la ciencia, la empresa, y, bueno, de hecho, todo, pues bueno, parecería que las cosas estas de la internés, la música, el cine y demás, son peccata minuta y que con peores morlacos nos las tenemos que haber.

Desgraciadamente es cierto. Los males que amenazan (y aún atenazan) a la sociedad española -por no decir que esa amenaza ha culminado ya en realidad irreversible- son tan enormes, tan alarmantes, que las cuestiones de libertades en Red, de desarrollo intelectual, de conocimiento libre (que no quiere decir gratuito, como pretenden demagógicamente dar a entender esos falsarios) parece que se quedan pequeñas al lado de todo lo demás.

Pero ese es el pensamiento de la inmediatez, del corto plazo. Primum vivere, deinde filosofare… Pero es que cuando se salga de la crisis material -de la que tarde o temprano y a un precio onerosísimo cuyo montante aún desconocemos, se saldrá- las trapazadas que ese gremio infecto está preparando ahora permanecerán, estarán ahí, seguramente en primera fila, y serán lo que entonces nos atenace y de una manera muy difícil de revertir. Porque ese gremio abominable, tengámoslo muy claro, no está amenazando nuestra tranquila libertad para descargar contenidos (eso, además de ser lo de menos, es precisamente lo único que no conseguirán) sino que habrán derrumbado algo mucho más importante: nuestra libertad de expresión y la facilidad de comunicación que nos da la Red para coordinarnos y organizarnos. Que es lo que verdaderamente se está persiguiendo detrás de todo esto. Lo de impedir las descargas es el caramelo que se le da como premio al copyright para que, a su parapeto, se nos coarten derechos fundamentales. Y la prueba la tendréis -al tiempo, y no hará falta mucho- cuando se empiece a preparar la nueva e inevitable constitución: veréis qué recortazos le atizan a la libertad de expresión y a la Red en nombre de vete a saber qué sagrados derechos (cuando les dices que el copyright no forma parte de los Derechos Humanos, se ponen como locos, y fíjate que es, además, cierto). Ya hemos visto muchas veces copyright a modo de instrumento de censura.

Tenemos que prepararnos para la guerra de nuevo, porque va a haberla. Yo no sé si en el lado de las libertades podremos librarla en mejores o peores condiciones que antes, pero muchos o pocos, en campo abierto o en guerrilla, hay que librarla y yo, desde luego, me voy a consagrar plenamente a ello y de la manera más dura que pueda.

Mis primeros veinte años de vida transcurrieron bajo una dictadura. No me apetece para nada que mis últimos veinte sean como esos primeros. En absoluto. Y no es que vayamos camino de ello sino que casi hemos llegado; su advenimiento, a poco que nos descuidemos, es verdaderamente inminente.

Hay que pararles los pies. En todos los frentes. Ninguno es desdeñable.

Epatar

De la serie: Correo ordinario

Todos tenemos, supongo, nuestros pequeños masoquismos. El mío -o uno de los míos- es un cierto interés por las cosas castrenses pese al empacho que de ellas supuso la mili dichosa. Ese interés me había llevado, tiempo atrás, a participar en los llamados días de las Fuerzas Armadas, acudiendo a sus diversos actos, exposiciones y demás. Hasta que, por fin me cabreé y lo dejé correr, al constatar -con harta y cansina reiteración- que las famosas jornadas de confraternización de los ciudadanos con nuestras Fuerzas Armadas no eran sino kermeses militrónchicas en las que se mostraban unos a otros las respectivas plumas en ampulosos ceremoniales rituales y reservándose, de paso, las primeras y mejores filas del acontecimiento mientras los ciudadanos -que, por cierto, éramos y seguimos siendo los que pagamos el gasto- quedábamos relegados a allá al fondo, donde se supone que se nos había de caer la baba en admirativo silencio ante tamaña exhibición de héroes -a la mayoría de los cuales se le supone-, chapas, gorras y colorines diversos.

En fin, esa sensación de superioridad que sienten los guerreros -particularmente cuando guerrean poco- sobre los pobres desgraciados que se arrastran penosamente cada mañana hacia sus tristes y grises oficinas, tan bien descrita por Tom Wolfe en su impagable Lo que hay que tener. Lo que Tom Wolfe no describía -quizá porque es cutre hasta lo inenarrable- es el espectáculo que se monta cuando los pobres y grises ciudadanos (que pagamos, no lo olvidemos, la fiesta) osamos acercarnos a ver los cacharros en los que se gastan nuestros dineros (mirar y no tocar, of course) y a [intentar] mezclar nuestra grisidad con tan brillantes colores, plumas y escarapelas.

Me viene a la cabeza esa imagen de farde castrense porque hoy, muy pocas horas después de escribir estas líneas, se monta otra pachangada cuyas características son muy parecidas, aunque el entorno sea distinto: me refiero a la entrega de los premios Goya.

Aclaro con carácter previo que el hecho intrínseco de que un colectivo profesional -sea del mundo del cine, de la administración de fincas rústicas o de los sexadores de pollos, da igual- dedique un día o noche al año a su efusión corporativa y, en ella, se otorguen premios a esto o a lo otro -mejor película, mejor gestión de concentración parcelaria o más rápida detección de un pollo transexual- es algo que me parece muy bien. Bueno, digamos que me parece tanto mejor cuanto menos dinero mío se gasta en la cuchipanda, de donde no tendría absolutamente nada contra administradores de fincas rústicas ni contra sexadores de pollos mientras que la gente de la farándula cinematográfica ya me toca bastante más los cojones porque en ese caso, como en el de los militronchos, resulta que el gasto lo pago yo, ex aequo con una millonadita más de conciudadanos. O sea que, para empezar, mira: no.

Pero es que, además, me revienta el numerito que montan -como si ellos fueran una élite… je, sobre todo los españoles- y me revienta muchísimo más que me lo refrieguen cada dos por tres o, dicho de otro modo, cada vez que en estos días abro un periódico -real o virtual- o, más raramente, enciendo el televisor. Este reviente puede llegar a una iracunda hipertensión si le añadimos algunas variables: por ejemplo, científicos estupendos y utilísimos que no gozan del mismo festejo y menos aún -ni lejanamente- del mismo presupuesto (público, como creo haber dicho o insinuado); o, por otro ejemplo, el numerito en sí mismo, que es una perfecta y estúpida imitación (en todas sus facetas) del tinglado norteamericano. Con la agravante de que lo de aquí es una imitación absolutamente salchichera, siendo el original, encima, bastante hortera en sí mismo.

Pero cuando mi hipertensión se acerca al borde mismo de la apoplejía es cuando veo a este gremio ponerse en plan trascendental, como si fueran los llamados a salvar el mundo y como si fueran los únicos capaces de salvar el mundo. Me llenaron de asco con su No a la guerra, sobre todo porque callaron como putas al respecto hasta que vieron que el palo ciudadano sobre la cuestión era masivo; estoy absoluta y firmemente convencido que si los ciudadanos nos hubiéramos echado a la calle clamando por la cabeza de Hassan Hussein, esos pavos lo hubieran quemado en efigie en la gala de los Goya (que, por cierto, no sé qué coño les habrá hecho Goya a estos…). Su No a la guerra fue a toro repugnantemente pasado.

Este año parece que la van a montar de nuevo. Es muy curioso que esta gente derrota por un lado: los numeritos sólo se los monta al PP; y no es que el PP me dé ninguna pena, en absoluto, pero es que, claro, se da la circunstancia de que cada vez que llega el PP al poder, a estos les doy (les damos todos los ciudadanos) mucho menos dinero; en otras palabras: el PP les recorta las subvenciones. Ese fue el verdadero origen del No a la guerra y esta va a ser la verdadera causa de lo que monten esta noche: el PP les ha atizado un recorte sustancial, entre la poca simpatía que le tiene al gremio y la que está cayendo. Claro que, en mi opinión, ni con la que está cayendo ni sin ella habría que darle a este gremio ni un céntimo o, cuando menos, ni un céntimo más de lo que se da a otros sectores industriales, que es muy poco habitualmente (Bruselas prohíbe las subvenciones a la industria, con carácter general) y nada, cero patatero, en la actualidad.

Queda, claro, el cencerro con el que atraen a cierto tipo de ganado, que es el supuesto glamour -no menos hortera que todo el conjunto de la cosa- con el que atraen la atención de los sectores menos instruidos de la población, que son amplísimos, claro. Es muy curiosa esa atracción de la gente pobre -de cartera y de lectura- por esos numeritos de oropeles y fuegos de artificio, cuesta entender -psiquiatras tiene la ciencia- qué raro consuelo puede reportarles en una situación, generalmente nada envidiable, esa exhibición de desmesurada joyería, peletería y demás artículos de lujo al que ellos, en circunstancias normales -que se cumplirán en la práctica totalidad de los casos- no accederán jamás. Porque podemos estar todos seguros de que esta noche habrá montones de mileuristas, de parados, y aún de desahuciados deudores de muchas decenas de miles de euros, cayéndoseles la baba ante el despliegue.

Decía al principio que todos tenemos nuestros pequeños masoquismos pero, en fin, salvada la libertad última de cada cual a hacer lo que le dé la gana, a mí me parece que este es un masoquismo que ríete tú de la disciplina inglesa y de aquellas famosas que llegaron a ser Cuevas del Sado.

Cabe esperar que el cambio de modelo de negocio que, a la larga o a la corta, traerá la digitalización también a ese gremio, modifique asimismo esas romerías de la horterada de alta costura y que los dineros -sobre todo los públicos- que se despilfarran en esas patochadas puedan emplearse en algo verdaderamente útil y socialmente retributivo.

Que la lista de carencias y de prioridades es muy larga.